O n e h u n d r e d o n e

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La nieve endureciéndose, asustó a Andromeda.

Robó un breve instante de privacidad para poder pensar un poco, con ganas de tirarse de llorar ante la incertidumbre y el peligro que se hallaba casi frente a su puerta. Permaneció quieta, como si de esa forma no se fuesen a dar cuenta de su ausencia. El pórtico era el mejor lugar para poder admirar el blanquecino bosque que rodeaba a la casa.

La nieve fresca cubría el suelo con su reluciente color puro de blanco. Era una escena espectacular y la habría disfrutado en su totalidad de no haber sido por lo que significaba su espesor.

Apretó las correas de su mochila, impaciente e incómoda. Quizá no se habría sentido tan nerviosa de no haber sido por el hecho de que los árboles le hablaban muchísimo, que le cantaban con una dulzura que le encantaba y le hacía tener ganas de sumergirse entre ellos, a que siguiesen rodeándola con esa armonía fascinante.

Tal vez, se hubiese atrevido a dar unos cuantos pasos en dirección del bosque de no haber sido por los pasos que escuchó tras de ella. Era sencillo distinguir cuando se trataba de Jasper, por su forma de dejar caer su peso y además de que la naturaleza tenía la peculiar cualidad recientemente de relajarse cuando él la acompañaba.

Sonrió, girándose a mirarlo. El cabello rubio le caía suave por las sienes y su inmensa figura masculina se alzaba con esa sofisticada y galante presencia que a ella le causaba un revoloteo perfecto subiéndole por la barriga, que nada más que una ola de calidez y dulzura le embargara por todas partes.

—¿Cómo estás? —Preguntó él al acercarse a ella, tendiéndole la mano para ayudarla a colocarse de pie.

La joven mujer aceptó el gesto con gentileza, alzándose con esa gracilidad que él admiraba desde el primer día. Sonrió al verla acomodarse la falda, distraída y absorta en su labor, sin darse cuenta de la manera embelesada en que la miraba, atolondrándola cuando lo encontró haciéndolo.

Suponía, que no importaba cuanto tiempo pasara, jamás sosegarían las sensaciones que causaban en el otro, ese furor tan radiante que hacía que el amor que se tenían luciera tan brillante como el sol, como si fuese una pintura de nada más que tonos dorados enceguecedores, le era similar a la luz que irradiaba el sol en su máximo esplendor durante el día.

—Bien —mintió en voz baja, encogiéndose de hombros—. ¿Y tú? No entiendo cómo es que luces tan tranquilo —observó con algo de diversión.

Si tan solo supiera.

—Uno de los dos debe de estarlo, supongo —respondió, antes de tomarle las mejillas, admirándola con esa dulzura que le calentaba el corazón a su amada—. Justo ahora, tus ojos son azules —murmuró el rubio— es fascinante que nunca sé de qué color serán en el siguiente instante —susurró, tentado a besarla.

𝐀𝐧𝐝𝐫𝐨𝐦𝐞𝐝𝐚 || Jasper HaleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora