Día 96: Mi Culpa

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Llegó el invierno, el frío se apoderó de la ciudad y las calles parecían hechas de hielo. Recuerdo lo difícil que era sacar a Ernesto de la casa, teníamos que ir al hospital muy temprano, en esas mañanas blancas tan amenazantes.

Las sesiones de quimioterapias debilitaban a mi amado cada vez más, el cabello se le cayó por completo.

-No importa, ya te había dicho que me encantan los pelados... - le dije una vez mientras le bañaba.

Cualquier indicio se salud desapareció de su cuerpo, estaba sumamente delgado, sus ojos carecían de brillo y pasaba la gran parte del día durmiendo. Aunque hiciera una sopa insípida, él ya no la toleraba, alimento que ingería terminaba vomitando.

Recuerdo que el pánico me invadió, verle tan débil no era un buen presagio. En ese momento comencé a preguntarme cómo podría soportar su ida.

Un día doña María me encontró llorando en el baño, desesperado por la salud de su hijo.

-Hay que ser fuerte querido, no nos queda de otra... ¿Qué más vamos a hacer? Hay que entregarle los mejores recuerdos, para que cuando no esté con nosotros, pueda descansar en paz... - me dijo la anciana mientras me abrazaba.

Fue muy tierna, como una madre comprensiva. Ella estaba sufriendo lo mismo que yo, incluso más, porque ningún padre quiere ver morir a sus hijos. Desde ese día me hice más fuerte, intenté alegrar a Ernesto todos los días y hacer de sus últimos momentos, lo más bellos.

Se me ocurrió llevarlo al parque una tarde, después de sus sesiones médicas. Nos sentamos bajo un frondoso árbol, las hojas secas invadían el suelo conformando una alfombra. El sonido seco al pisarlas alegró a mi amado, quien iba sobre una silla de ruedas.

El sol tibio tocaba nuestros rostros mientras cerrábamos los ojos y nos dejábamos acariciar por el astro rey. Creo que no hablamos en ningún momento, solo disfrutamos los segundos, unidos junto a la naturaleza.

La vida transcurría a nuestro alrededor, los vehículos circulaban raudos por las calles, los oficinistas corrían contra el tiempo, las madres llevaban de la mano a sus hijos luego de buscarlos al colegio. Todo parecía normal para el resto, aunque para nosotros dos era como si el tiempo se hubiera detenido. Solo éramos dos amantes que sin siquiera besarse, se hacían el amor gracias a las bondades de la naturaleza.

Un cachorro se acercó a nosotros, moviendo la colita. Lamió las manos de Ernesto, ambos parecían felices, dos seres inocentes siendo felices tan solo con su compañía. Por un minuto lo vi como un niño, como un infante desvalido, añorando crecer para ser libre. Su vida se estaba acabando y parecía que a él no le importaba.

-¿Cómo pudiste llevarlo al parque? Si sabes que está débil, no puede estar al frío... - me reprendió doña María esa noche.

Ernesto llegó con fiebre, su temperatura se había disparado. Los doctores nos dijeron que no podía enfermarse así, que las defensas tras las quimioterapias bajaban mucho y que su cuerpo no podría hacer frente a ningún ataque externo.

Queríamos llevarlo de inmediato al hospital, tan solo que fue él, entre desvaríos, quien nos lo prohibió. Supongo que quería eludir lo evidente.

A media noche me despertó  su respiración. Estaba entrecortada, casi agónica. No pude resistir más y lo obligué a ir al doctor.

¿Por qué lo llevé esa tarde al parque? Todavía me cuestiono. Si no fuera por ese paseo, no hubiera tenido neumonia y ahora... Ahora seguiría a mi lado. Todo fue mi culpa...

Diario de un Soltero GAYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora