Habitaciones olvidadas

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–Yo iré contigo– se ofreció Chornakish.

–Nosotras también– se unieron Coinín y sus hermanas.

–Y yo.

–Lucharemos a tu lado.

Gjaki sonrió. Apreciaba su sentimiento, sus intenciones, le hacía sentir realmente confortable, le llegaba la calidez de sus almas. Sin embargo, no era una buena idea.

–Si queréis luchar a mi lado, tendréis que practicar. Podéis usar la sala de entrenamiento para aprender y practicar hechizos y habilidades. A quien quiera, cuando vuelva, lo llevaré a unas mazmorras para subir de nivel– propuso.

–¿Sala de entrenamiento? ¿Qué sala de entrenamiento?– preguntó Diknsa, extrañada.

–La que está en el sótano. Cuando vas a los baños, coges el pasillo de la derecha– respondió ella, confusa. No era difícil de encontrar.

–Ahí no hay nada– la contradijo Coinín.

Gjaki la miró incrédula. Luego un poco asustada. Había puesto mucho esfuerzo en crearla, además de que había dejado allí muchas de las armas que no le servían. Las había obtenido en varias misiones o mazmorras, y no se había dignado a venderlas, pues tenía oro más que suficiente.

–¿Seguro? Déjame ver.

Se apresuró hacia donde se suponía que estaba la sala, bajando las escaleras, y siendo seguida por casi una veintena de los habitantes de la mansión.

–Ves, no hay nada– se reafirmó Coinín poco después.

Gjaki estaba parada frente a la pared del pasillo. Allí debía de haber una bifurcación que llevaba a la sala de entrenamiento, pero no había nada más que una pared. Una sencilla y aburrida pared.

–¿Se me olvidó dejarlo abierto?– murmuró en voz alta.

El resto la miraron sin saber muy bien qué pensar. La mayoría no acababan de entender a qué se refería. Unos pocos la miraban incrédulos.

Puso la mano sobra la pared e hizo circular su maná y su sangre. Pronto, su aura invadió el lugar, y se oyó un suave clic. Luego otro. Y otro. Pronto, el ruido de ruedas dentadas moviéndose, girando. Unos instantes más tarde, empezó a abrirse la pared, ante la mirada atónita de los espectadores.

La siguieron sin acabarse de creer que allí hubiera un pasillo tan grande que desconocían. Cuando llegaron a una gran puerta, aún se sorprendieron más, aunque no tanto como cuando se abrió.

La habitación era enorme. Estaba llena de muñecos de entrenamiento, que eran regenerados con maná. Aunque quizás, lo más llamativo era la multitud de pantallas, bajo las cuales había lo que los jugadores llamaban vídeos. En ellos, se podía introducir un cristal de memoria, de los que había cientos apilados en un rincón.

Gjaki los había ido recopilando y dejado allí. El único problema era que no estaban catalogados, ya que era una tarea aburrida y sin ningún aliciente para ella.

Estaban emocionados y asombrados. Podían ver en los monitores cuantas veces quisieran la ejecución de multitud de habilidades y hechizos, si podían encontrar uno que les interesara. Además, había armas de madera para entrenar.

Las de verdad estaban en una sala contigua. Algunas de ellas, las más vistosas, estaban expuestas de forma elegante en vitrinas. Las otras, amontonadas en otra habitación. Diknsa suspiró.

–Va a ser un montón de trabajo ordenar esto. Realmente eres...– le reprochó.

–Oh, Coinín, se hace así. Mira, pones el cristal aquí y...– empezó a explicar Gjaki, disimulando y alejándose de Diknsa, sin querer mirarla.

Ésta se encogió de hombros, suspiró, rio y empezó a dar órdenes.

–A ver, quiero que escribáis en un papel un resumen de lo que veíais en los cristales. Divididlos por habilidades y hechizos, por elementos y armas...– empezó a organizarlos.



Gjaki estuvo una semana allí, en la que abrió unas pocas salas más que habían permanecido cerradas.

Unas simplemente estaban vacías, a la espera de decidir qué hacer con ellas. Había bastantes de éstas, más de las que los habitantes de la mansión pudieran imaginar. De hecho, hasta entonces habían ignorado que había un segundo piso subterráneo, por no hablar de un tercero. Lo que sí no faltaron fueron sugerencias para remodelarlos.

Otras estaban a medio terminar, como una sala de juegos que todos se apresuraron a ayudar a montar y, sobre todo probar. Diknsa era muy hábil en el billar, aunque no tanto como Goldmi lo había sido. Claro que ésta hacía trampas, o eso decía Gjaki, por tener una habilidad muy conveniente.

Otras habitaciones, simplemente las había olvidado, como una sauna. O una sala de bronceado especial para vampiros. O un taller con plataformas mágicas de todo tipo, que emocionó a unos pocos de ellos. Si bien ella sólo usaba la de sastrería, las había ganado en el juego en un torneo. Hubiera querido venderlas, pero no estaba permitido.

Por último, había una sala que por ninguna razón quería que se supiera de su existencia. Había accedido a ella a escondidas, y comprobado que realmente estaba allí. En la habitación, había varios cómodos sillones, desde los cuales podían verse capturas de pantalla y vídeos de ella, a veces con sus compañeros. Algunos eran terriblemente vergonzosos.

Lo que no sabía era que tanto Coinín como Diknsa la habían descubierto. Si bien no sabían qué había dentro, la reacción de la vampiresa cambiando de tema avergonzada las había llenado de curiosidad.

No podían simplemente forzar la entrada, ni pensaban hacerlo. Pero sí habían llegado a un acuerdo para hacerle confesar poco a poco. Cuando volviera, tendría una conspiración preparada para lograr que les mostrara lo que estaba escondiendo.

Aunque no era esa la única conspiración en la que ambas estaban metidas. La vampiresa no lo sabía, pero las preguntas sobre Chornakish no eran casuales. Ni las que le hacían a él sobre ella.

No podían imaginarse las miradas que había sobre ellos cuando estaban juntos, algo que ocurría muy a menudo. No sólo todos los habitantes de la mansión lo propiciaban, sino que el demihumano gatuno intentaba siempre estar cerca de ella.

De hecho, no sabía exactamente el porqué. Creía que simplemente se debía a que era su señora, su salvadora. Aunque eso no explicaba por qué su corazón se aceleraba. El día que Gjaki le preguntó si podía tocar sus orejas y su cola, creyó que se le iba a salir. No pudo abrir los ojos mientras ella lo hacía con extremada suavidad, y le costó horas calmarse. A partir de aquel día, temía y deseaba por igual que se lo volviera a pedir.

No obstante, era cuando la vampiresa lo mordía cuando más próximo podía estar a ella. Tenerla tan cerca era a la vez un sueño y una tortura para él, incapaz de controlar o entender sus propios sentimientos.

A Gjaki, por su parte, no le desagradaba en absoluto su presencia. Le gustaba su carácter y físico. Era servicial, atento trabajador, adorable y atractivo, además de que su sangre era realmente deliciosa. Sin embargo, tampoco ella estaba segura de sus propios sentimientos. Era nuevo para ella, y diferente a las películas.

Regreso a Jorgaldur Tomo III: guerrera de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora