Mansión enemiga (II)

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El rastro de la estantería al moverse era tan evidente que la vampiresa no sabía si reír o llorar. Se suponía que era un acceso secreto, pero el conde había sido tan descuidado como para permitir que quedaran marcas en el suelo.

Se preguntó si también tenía que encontrar un libro que mover como en el juego, lo cual podía ser una ardua tarea de prueba y error si no se tenían otras pistas. O a Goldmi. No obstante, en aquella, situación era más fácil.

Los libros de las estanterías estaban cubiertos de polvo, lo que indicaba que el conde no había sido una gran adepto a la lectura. Todos menos uno.

–No puede ser tan fácil– se dijo a sí misma, incrédula.

Sin embargo, lo era. La estantería se abrió, haciendo ruido al rozar con el suelo, y dejando al descubierto unas escaleras. Un mastín las recorrió primero, asegurándose así de que no hubiera trampas. Ella bajó tras él.

Era una sala de control como las que se había encontrado en el juego en algunas misiones de infiltración. Sin duda, mucha más sencilla y sucia que la suya. Sin dudarlo, sacó un pequeño artefacto del inventario, cuyo aspecto era similar a una pantalla con un cable. Inmediatamente, enganchó el cable a un terminal.

Imbuyó un poco de maná, haciendo que la pantalla se encendiera, mostrando un puzzle de unas cien piezas. En el juego, usaba el ratón y el teclado, pero allí tenía acceso directo a la pantalla táctil para mover y girar las piezas.

–Esto es absurdo. ¿De verdad va a funcionar?– se dijo.

No se lo había cuestionado en aquel entonces, pues un mini juego no era algo extraño. Sin embargo, en la realidad, resultaba un tanto ridículo.

A pesar de ello, estuvo un rato colocando las piezas en su sitio. Cuando lo logró, funcionó tal y como en el juego, permitiéndole asumir el control de los mecanismos de la mansión.

No quiso preguntarse cómo podía funcionar, tenía suficiente con que lo hiciera. Que aquel aparato de hacking transformara el mecanismo de autenticación en piezas de un puzzle era tan irrisorio como útil.

Pudo ver como algunos intentaba abrir la puerta y huir, otros estaban demasiado asustados y se escondían en sus habitaciones, y algunos llamaban a la puerta del hijo del conde, ansiosos. Si bien no eran rivales para los mastines, decidió ir allí primero.



Había eliminado a unos cuantos e incapacitado a otros. Sólo algunos sirvientes se habían librado. Los había hecho reunirse en una sala, junto a las mujeres liberadas del padre, del hijo y de algunos subalternos.

Algunas lloraban, ahora que por fin podían hacerlo. Otras aún no se lo creían. Había incluso que eran incapaces de reaccionar. La vampiresa las dejó allí, sintiéndose frustrada por ser incapaz de darles consuelo, dejando que se lo dieran entre ellas. No sabía ni por dónde empezar, o cómo hablarles. El infierno había acabado, pero eso no cambiaba lo que habían pasado, el que les habían destrozado sus vidas, y que su futuro era incierto.

Quizás por suerte para ella, tenía otras cosas que hacer. Lo primero era dirigirse a las mazmorras, y ver la situación allí. Lo que no esperaba era que estuvieran vacías, a excepción de un hombre encadenado.

Sus brazos y piernas estaban abiertas, tensas, atadas con cadena a techo y suelo, dejándolo suspendido en medio de la celda. Su espalda estaba cubierta de latigazos y quemaduras, muchas de ellas cicatrizadas. Tanto sus muñecas como tobillos sangraban.

Parecía llevar allí mucho tiempo siendo torturado por sus enemigos. Aquello lo hacía quizás un aliado, pero no podía estar segura. Lo que sí sabía era que su nivel estaba en 65, y que era un vampiro.

Se extrañó un poco. Sus sentidos le decían que su sangre era similar a la del conde, pero no podía sentir el vínculo con Krovledi.

–¿Quién eres?– preguntó.

–¿Un juego nuevo? Si quieres torturarme hazlo. Si no, dile a ese bastardo que se deje de trucos. No le voy a decir donde están mis subordinados. De hecho, ni siquiera lo sé. Con el tiempo que ha pasado, habrán huido lejos. Ja, ja. Ese maldito traidor no tendrá ni una sola moneda, aunque me arranque la piel a tiras otra vez– desafió éste.

–Será difícil decirle nada. Está muerto– informó ella.

–Si crees que puedes engañarme, olvídalo– se negó éste.

Ella entró en la celda, tras abrirla con las llaves que le había confiscado al fallecido carcelero. Rodeó al vampiro y lo miró de frente, desde donde se podían ver aún más heridas, su nariz rota o su labio partido.

Sus ojos la miraron, lo que indicaba que no estaba ciego. Había odio en ellos, pero también obstinación, desafío. Por mucho que lo hubieran torturado, no se había rendido, y la consideraba a ella una enemiga. Sólo cuando ella hizo aparecer el cadáver del conde, su mirada cambió.

–¿Quién eres?– preguntó, atónito.

–Eso he preguntado yo primero.

Él dudó un instante. Sin embargo, no tenía nada que perder.

–Soy Solodkro, el hermano de ese bastardo. El hermano al que traicionó, y al que torturaba todos los días– respondió él.

–Él era subordinado de Krovledi, tú no. ¿Qué pasó?– siguió preguntando.

–Esa zorra quiso que la siguiéramos. Yo me negué, pero mi hermano accedió encantado. Claro que no lo supe hasta que me apuñaló por la espalda. Éramos vampiros libres, hijos de vampiros, no esclavos ni esclavistas. Pero él quiso ser los dos. Por suerte, mi gente logró huir. Lo había preparado por si ella nos atacaba, pero también funcionó con mi hermano. Aún busca el tesoro.

–Supongo que es suficiente. ¿Puedes regenerarte?

–Claro, si tuviera sangre...

Ella desató las cadenas, primero la de los pies. Él apenas fue capaz de no caerse, de sentarse en el suelo no demasiado bruscamente. Miraba con curiosidad y asombro a la vampiresa, pues podía percibir que el linaje de ésta era mucho más poderoso que el suyo.

Ella le entregó un frasco de nivel 65, que él miró con extrañeza. Parecía sangre, pero aquel recipiente era extraño.

–Bébetela. Es sangre de no sé qué bicho. Si quisiera darte algún veneno, no te abría desatado.

Con no mucha seguridad, lo abrió. Al olerla, no pudo resistirse a beberla inmediatamente. Había pasado mucho tiempo sin tomar más que unas gotas cuando querían que no muriera, y todos sus instintos le apremiaban.

Al hacerlo, sus heridas empezaron a curarse. Al mismo tiempo, fue recuperando las fuerzas, como si fuera arte de magia. En este caso, arte de sangre.

Gjaki aún le dio una par de frascos más, para que los fuera tomando, pues la regeneración no era inmediata. En unas horas, estaría de nuevo completamente en forma.

Regreso a Jorgaldur Tomo III: guerrera de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora