Una nueva aliada

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Cligajia abrió los ojos, para encontrarse de nuevo con la noche. No era la primera vez que le sucedía últimamente.

–¿Cuánto hace que no duermo una noche de un tirón?– se preguntó, suspirando.

No obstante, conocía perfectamente la respuesta. Era desde que se había prometido con el nuevo rey. Era algo que quería olvidar, pero que no podía. Cada día tenía que actuar como la prometida, como la futura reina, poner una sonrisa y aparentar ser la persona más feliz del mundo. Sin duda, aquella mentira la agotaba.

Aunque lo peor no era eso, sino saber que su prometido volvería, que se tendría que casar con él, intimar con él, que sería su esposa. Cada vez que pensaba en ello, le entraban ganas de llorar, razón por la cual intentaba no hacerlo. Estaba deprimida y aterrada, pero ni siquiera podía mostrarlo.

Cerró los ojos de nuevo, intentando conciliar otra vez el sueño. No tenía ni idea de qué sonido la había despertado, o si había sido una pesadilla que ya había olvidado. Lo que no quería era quedarse despierta y tener tiempo para pensar.

–Eres tan mona como dicen– se oyó entonces una voz femenina.

Ella se incorporó de golpe, asustada. Intentó gritar, pero una mano se lo impidió, tapándole la boca.

–No he venido a hacerte daño, sólo a hablar contigo. Te voy a soltar, pero no grites, ¿de acuerdo?– exigió la misma voz.

Ella asintió, demasiada asustada como para oponerse. Había intentado en pánico liberarse, pero no había conseguido mover la mano ni un milímetro. Eso evidenciaba que quienquiera que fuera la intrusa, podía matarla allí mismo si quería.

Dicha intrusa quitó las manos despacio, la que le tapaba la boca y la que la agarraba de la cintura. Cligajia se volvió despacio, muy poco a poco, temerosa. No sabía muy bien qué esperaba encontrarse, pero sin duda, no lo que encontró.

Era una mujer muy joven, de aspecto humano, con la piel más bien pálida y un cabello plateado. Sus ojos rojos parecía atravesarla, mientras que su postura relajada y su sonrisa parecían fuera de contexto. Estaba sentada sobre la cama, con las piernas cruzadas, y las manos en las rodillas.

–Hola, soy Gjaki– se presentó.

Casi le dio un ataque al corazón a la mujer con rasgos de panda rojo. Sus ojos redondos se abrieron aún más cuando vio hablar a la intrusa y descubrió dos colmillos.

–¿E... Eres una vampiresa?– preguntó asustada.

–Sí, pero tranquila, no voy a morderte. Creo que los dos tenemos enemigos comunes y nos podemos ayudar. ¿Verdad que no estás muy contenta con tu compromiso?

–¿¡Có... Cómo lo sabes!?– exclamó Cligajia.

–Eso no importa. Lo importante es que ya no te tendrás que preocuparte más por ello. Está muerto– aseguró Gjaki.

La vampiresa pensó que la cara de sorpresa de la exprometida de su enemigo era un tanto cómica. La siguiente, con sus ojos a punto de derramar lágrimas, enternecedora. Sin duda, tenía un rostro muy expresivo.

–¿De... De verdad? ¿No me mientes?

–De verdad. ¿Quieres ver el cadáver? Aunque te advierto que no es algo muy agradable– sugirió la vampiresa.

Cligajia tragó saliva y asintió. Quería verlo. Necesitaba verlo. Necesitaba saber que no era un sueño, que no le estaban mintiendo.

–¡Aaaaaah!– ahogó un grito, poniéndose ambas manos en la boca.

Sin duda, aquel era el cuerpo de Lobo Negro. No había sangre, pero no respiraba ni se movía. No pensó en ese momento de dónde lo había sacado, pues mochilas que comprimían el espacio eran un artefacto raro, pero no excepcional. Ni siquiera pensó en que la vampiresa no llevaba ninguna mochila.

–¿Cómo?– preguntó sin pensar.

–Éramos viejos conocidos, no precisamente amigos. Quiso atacarme, seguro de vencerme, y no le salió tan bien como creía– se encogió Gjaki de hombros.

La noble demihumana miró a la vampiresa con incredulidad, asombro, agradecimiento, y un cúmulo de sentimientos que se habían desbocado ahora que ya no los podía retener. Además, si lo había matado ella misma sin ayuda, significaba que era incluso más poderosa de lo que su exprometido había sido.

Sin embargo, nada de aquello importaba en aquel momento. Se sintió sobrepasada por esos sentimientos que había contenido hasta entonces, y de sus ojos empezaron a brotar lágrimas como hacía mucho que no se había permitido. Se llevó las manos a la cara, cubriéndose los ojos.

Totalmente incapaz de controlarse, ni siquiera consideró lo que significaba que Gjaki la abrazara. Era una intrusa, una vampiresa presumiblemente muy poderosa, alguien que acababa de conocer. Y nada de aquello importaba en aquel momento, sólo que le estaba ofreciendo un hombro sobre el que llorar.

Gjaki no había sabido muy bien qué hacer ante aquella reacción. Así que se había dejado llevar, actuado como Diknsa o Coinín lo habían hecho con ella en el pasado. Simplemente, abrazarla, ofrecerle el reconfortante contacto de otra persona.

–Gracias...– dijo cuando se calmó –¿Qué puedo hacer por ti?

La demihumana estaba avergonzada y descolocada, aunque también agradecida. De alguna forma, todo el temor y reticencia hacia esa poderosa vampiresa que había irrumpido en su habitación había desaparecido, por muy ilógico que pudiera parecer. Su sonrisa ya no le parecía amenazadora, sino cálida.

–Algunos de los que estaban detrás de Lobo Negro son vampiros. Otros, sus cómplices. Por lo que sé, rivales y enemigos de tu familia. Necesito toda la información que puedas darme. Quiero asegurarme de que no vuelvan a ser una amenaza para mí o los míos.

Cligajia no tuvo ningún problema en proporcionar información sobre sus enemigos, todo lo contrario. Ni siquiera dudaba de la vampiresa, aun cuando toda su educación y experiencia le indicaran lo contrario. La había salvado de un destino que no sabía si hubiera podido soportar.



Se preguntó si la volvería a ver mientras miraba su espalda dirigirse hacia la ventana por la que había entrado. Aunque, de repente, la vampiresa se giró, sacó una cabeza de piedra de la nada, y se la mostró.

–¿Qué debería hacer con esto? Vi la estatua y me pareció tan prepotente que no pude evitar arrancarla– dijo Gjaki, con una mueca entre disculpándose y sintiéndose incómoda.

Era la cabeza de la estatua de Lobo Negro que estaba frente a la biblioteca. Incapaz de soportar verla allí, Gjaki se había asegurado de que no había nadie cerca, y había sacado un enorme martillo.

–Quizás, ha sido un poco excesivo– se había dicho, al ver volar la cabeza y destrozar el escaparate de una tienda de sombreros.

Había dejado una nota de disculpa y unas monedas de oro, había cogido la cabeza, y se había alejado rápidamente. Era la misma cabeza que ahora le estaba mostrado a la demihumana.

Ésta miró incrédula alternativamente a la cabeza y a la vampiresa. Al cabo de unos instantes, se le escapó una risilla, que se acabó convirtiendo en una carcajada. Durante varios minutos, estuvo riéndose sin ser capaz de parar, mientras Gjaki la miraba sin saber muy bien qué hacer, e intentando no contagiarse de la risa.

Sin duda, aquello ayudó a Cligajia a descargar la tensión de las últimas semanas, a la vez que le causó unas incómodas agujetas en el estómago al día siguiente.

Regreso a Jorgaldur Tomo III: guerrera de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora