Aracne soltera busca... (II)

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–¿Y esto?– preguntó Espid, cogiendo una ropa traslúcida y sin mucha tela.

–Seguro que a tu amado le encantará. Estarás muy sexy– explicó Gjaki con una sonrisa.

No sabía muy bien cuándo, pero había empezado a hablar como si realmente lo fuera a encontrar. Aunque dudara de que fuera así.

La aracne tardó unos segundos en comprender, luego enrojeció. A pesar de todo, no tenía ninguna experiencia.

–¡Es demasiado atrevido!– se negó.

–Oh, ¿entonces quieres que lo deshaga para hacer otra cosa?– propuso la sastre de pelo plateado.

Espid la miró. Miró el camisón. Se puso aún más roja, pero lo escondió tras de sí.

–Da igual, lo guardaré... Por si acaso...– dijo en apenas un susurro.

–De acuerdo, como quieras. Ya tengo que irme– se despidió Gjaki.

–¿Volverás a visitarme?– preguntó está, casi llorando. En realidad, se sentía muy sola allí.

–Claro. Para eso has hecho una habitación y he puesto un portal– aseguró la vampiresa.

La cueva era grande. Aislar una zona con tela de araña era una tarea fácil para la aracne. Así que Espid se despidió de su inesperada amiga, echándola ya un poco de menos.

Sacó entonces el camisón para aracne de detrás de su espalda y se lo quedó mirando, dudando si probárselo o no.



–No sé que vamos a hacer contigo– suspiró Diknsa.

–De verdad... Llegas tarde porque no querías dejar sola a tu nueva amiga... ¿No has pensado que podías invitarla?– la regañó Coinín.

La poderosa vampiresa las miraba un tanto avergonzada. Les había explicado que se había quedado un rato más por la aracne, que le daba algo de lástima. Ni siquiera había pensado en la solución más sencilla.

–Yo... Bueno...

–Ja, ja. A veces tan lista y otras tan densa...– se burló Coinín, relajando el tono.

–¿Por qué no vas a buscarla?– sugirió Diknsa.

No costó mucho convencer a la aracne. Al principio, era un poco reacia, por si venía su futuro marido al que aún no conocía, pero aceptó hacerlo al poner Gjaki un cartel: "Espid, la aracne, volverá pronto. Por favor, ¡espérame aquí, cariño!"

La verdad era que la vampiresa se contenía para no reírse. La aracne era demasiado ingenua, demasiado inocente. Empezaba a temer que alguien viniera y se aprovechara de ella.

Cabe decir que Espid se mostró tímida al principio, pero pronto se integró con facilidad. Su personalidad era extremadamente extrovertida, además de generosa. No dudó en ofrecer su tela para que Gjaki pudiera hacer ropas para todos, aunque le costaría un tiempo generar suficiente.

Así, no tardaría en convertirse en otra visitante habitual a la mansión, haciendo Gjaki de taxista.



Dejó al día siguiente a la aracne en su refugio, se despidió de ella, y se dirigió a la otra cueva, con la convicción de que era la correcta. Espid había dicho que era muy profunda, que no parecía tener fin, por lo que había preferido buscar otra para ella, otro nido de amor.

No le costó mucho encontrarla. Recordaba perfectamente el lugar del día anterior, del camino que había hecho su Murciélago. Lo que no esperaba era ver a tantos elfos alrededor.

El día anterior, había descubierto a uno cerca, aunque suponía que era casualidad. Hoy, había medio centenar. Sus niveles eran relativamente altos para la zona en la que estaban, pero mucho menores que el de la vampiresa. La detuvieron cuando se acercó.

–No puedes pasar. Es peligroso. Va a haber pronto una invasión de arañas– se interpuso un elfo armado con un arco.

Había otros cinco en aquel grupo. En el suelo, había cientos de flechas, preparadas para la batalla.

–Ven conmigo, preciosa. Tendrás el honor de que te proteja. Después podemos divertirnos– la llamó otro.

La vampiresa lo miró con una ceja levantada. Era un elfo rubio, medianamente atractivo y atlético. En comparación a los demás, era evidente que sus ropas eran bastante más lujosas, al igual que su arco.

–Otro estúpido rico presumido...– suspiró Gjaki, que estaba disfrazada de Goldki.

–¿¡Qué has dicho!?– se enojó éste.

–Oh, vaya, ¿lo he dicho en voz alta?– se encogió de hombros, no dándole más importancia, incluso con desdén.

–¿¡Cómo te atreves!?– se acercó él, amenazante.

–Cierto, ¿cómo he podido atreverme?– siguió Gjaki sarcásticamente, dándole la espalda.

El resto miraba la escena sin saber si intervenir. No se atrevían a oponerse al elfo, pues tenía mucha influencia. De hecho, estaban en ese grupo porque eran sus subordinados. Aunque eso no significaba que a todos les cayera bien.

Lo que no entendían era la actitud de aquella elfa, que parecía ajena al miedo, que no había dudado en provocar a su jefe. Puede que éste hubiera actuado con prepotencia, pero tampoco ella había evitado la confrontación.

De hecho, los ignoró a todos y siguió caminando. Distraídos un momento por su jefe, ella los había sobrepasado desdeñando, su aviso.

–¿¡Dónde te crees que vas, maldita...!?

–¡¡CRASH!!

El elfo había querido detenerla, cogiéndola del hombro. Sin saber cómo, salió volando, mientras el resto observaban estupefactos. Los movimientos de aquella elfa habían sido extremadamente rápidos. Lo había cogido del antebrazo y lo había lanzado hacia delante.

–¡Mierda! ¡Las habéis alertado!– maldijo uno.

Hasta entonces, habían ido con cuidado de guardar silencio, de esperar, de tenderles una emboscada. Estaban esperando que las arañas salieran desprevenidas, quizás luchando entre ellas, para empezar a atacar. Ahora, habían oído algo que podían ser presas, así que se abalanzaron en la dirección de Gjaki y aquel grupo de elfos. Estaban hambrientas y eran unas pocas decenas.

Las invasiones eran un evento que sucedía cada ciertos años. La población de arañas aumentaba demasiado, y no había comida para todas. Eso hacía que la tensión aumentara, y muchas se devoraran entre ellas. Huyendo de los combates o buscando comida, un considerable número salía de las cuevas.

No tenía ni punto de comparación con lo que querría provocarse muchos años después en aquel mismo lugar, pero no dejaba de ser peligroso para los habitantes del bosque la presencia de aquellos depredadores, los elfos entre ellos.

A pesar haber estado preparados, decenas de arañas dirigiéndose a la vez directamente hacia el grupo resultaba aterrador. Al resto de grupos no les daba tiempo de acudir en su ayuda. Como mucho, podían disminuir el número de arañas, pero éstas eran lo suficientemente rápidas como para que no fuera suficiente.

Todos estaban asustados, excepto Goldki. Cogió al elfo de la camisa y lo lanzó con fuerza hacia atrás, hacia sus compañeros, sorprendiendo a estos por la facilidad con la que lo hizo. Puede que le cayera mal, pero tampoco quería matarlo. Otra cosa era golpearlo y magullarlo un poco.

Miró entonces hacia las arañas que se acercaban amenazantes, y sonrió.

Regreso a Jorgaldur Tomo III: guerrera de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora