Muñeca

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Harime Nui empujó las puertas de entrada de la mansión con la poca fuerza que le quedaba. Se encontraba empapada de pies a cabeza, su cabelló rizado caía pesadamente a sus costado y sus ropas estaban desaliñadas por correr en la tormenta; pero en su ira y frustración, la chica había olvidado completamente tomar la limosina que la había llevado en primer lugar a Naniwa Kinman.

Se encontraba agotada, y casi sin aliento, cayó de cuclillas en el fino suelo que decoraba la entrada de su hogar. El cuerpo de Nui se sacudión en arcadas ante el furioso llanto que la dominó. Uno de sus puños inútilmente golpeaba el piso, que rápidamente se mojaba por la lluvia y lágrimas que escurrían del rostro de la joven.

Ella no podía creerlo.

Toda su vida había admirado y amado a su hermana mayor Kiryūin Satsuki, siempre había percibido algo en ella que admiraba y anhelaba, algo que le resultaba incansable. Satsuki era perfecta. Después de la madre de ambas, su oneechan era la mujer más hermosa que conocía, y el único defecto que podía encontrar en ella, era su actitud impasible que siempre manifestaba. Era como una muñeca de porcelana con la que siempre añoró jugar, pero nunca podía alcanzar en una enorme vitrina.

Esa fue la principal razón por la que Nui siempre buscó tener sus propias muñecas, aquellas que podría entretenerle por mucho tiempo. Por eso le parecía injusto que Satsuki se interpusiera en su camino de obtener la mejor de todas... Matoi Ryūko.

–¿Por qué... –masculló la rubia presionando su frente contra el frio piso del lobby – por qué nunca me deja ser feliz?

Otra dotación de lágrimas se escurrió por su rostro hasta perderse en su cabello enmarañado.

–¿Nui?

Al escuchar su nombre en una distintiva voz, la joven detuvo inmediatamente las convulsiones que agitaban su cuerpo. Casi como una masa amorfa sin forma y sin dignidad, Nui levantó su rostro lentamente para encontrarse con la inconfundible silueta de su okaasan de pie junto a ella.

Kiryūin Ragyō vestía un camisón largo de seda que destacaba su figura y sobre sus hombros una ligera bata blanca que hacía juego. Su pierna desnuda se escapaba entre los pliegues de la tela y su pie descalzo era la parte de su cuerpo más cercana a su hija. Un rayo de luz que se coló por la puerta entre abierta logrando iluminar el rostro y cabeza de Ragyō, que habían permanecido ocultas por las sombras. La corta cabellera de la mujer aún reflejaba el peinado que había llevado todo el día y su rostro impecable contemplaba con indiferencia al bulto a sus pies en que había quedado reducida su hija menor.

–Okaasan... –murmuró Nui sin fuerza contemplando la fría mirada de su madre. Como si su cuerpo recibiera una descarga eléctrica, la chica reptó por el piso completamente desesperada, hasta alcanzar la pierna de la mujer –. ¡Okaasan! –chilló desesperadamente abrazando con fuerza la extremidad de Ragyō.

Fue un largo minuto en el que su madre no dijo una palabra, incluso conservó su semblante áspero e impávido, como si la condición de su hija no le provocara la más mínima emoción.

–Nui... Nui –dijo finalmente la mujer dulcemente mientras sus dedos acariciaron los desfigurados rizos de la joven –. Sabes muy bien lo que te he dicho sobre llorar.

El aliento y respiración de Nui se detuvieron. Las lágrimas en sus ojos dejaron fluir por su fisionomía, que seguía contra la piel de la pierna de su madre. Casi como un autómata que no había logrado procesar la información, la chica movió su rostro para poder contemplar con sorpresa la delicada y casi imperceptible sonrisa de Ragyō.

–¿Okaasan?

–Te lo diré otra vez. Nui ¿Qué es lo que te he dicho sobre llorar?

A pesar que el miedo comenzó a asomarse en los ojos de Nui, ella se negó a soltar la extremidad de su progenitora como si su vida dependiera de ello. En cuestión de segundo, trató de despertar a su cerebro y obtener esa pisca de información que necesitaba.

Remembranzas vivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora