Prisioneros del deseo

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Por varias horas, Kinagase Tsumugu tenía su mirada fija en las barras de acero de la reja que lo contenían a él y a otros cinco hombres en la misma celda. Estaba convencido que había transcurrido otro día completo, a pesar de la falta de ventanas en esa pequeña habitación, pero si a causa del ajetreo que provenía de las oficinas contiguas, que solo era audible a las primeras horas de la mañana. Sus sospechas fueron confirmadas unos cinco minutos más tarde, cuando un oficial apareció del otro lado de la reja anunciando:

–¡Kinagase! –dijo el policía abriendo la reja –. Ya puedes marcharte.

Si alterar su duro semblante, Tsumugu se puso de pie y acompañó en silencio al hombre vestido de azul hasta la recepción de la jefatura. La cara familiar de Mikisugi Aikurō fue lo primero que divisó al otro lado del escritorio del oficial a cuidado del puesto de admisión.

Aikurō trazó rápido su firma sobre algunos papeles que le tendía el policía antes de volverse de lleno a su colega y amigo.

–¿Por qué tardaste tanto? –fue el único saludo que salió de la boca de Tsumugu antes de rebasarlo descaradamente, y salir por la puerta principal de la jefatura. Ya había tenido suficiente de ese edificio.

Mikisugi soltó un leve suspiro en resignación antes de seguirlo en silencio. En el camino a la entrada principal, su mirada se cruzó con el semblante del sargento Inumuta, a quien saludó débilmente asintiendo con la cabeza. Éste le devolvió la reverencia antes de de regresar en silencio a su oficina.

Aikurō encontró a Tsumugu no muy lejos de la entrada de la jefatura, contemplando el cielo entre azulado y carmesí a causa de la salida de sol en el horizonte. Sin decirle nada, éste se paró a su lado, en lo que sacaba un cigarrillo del bolcillo. Tsumugu hizo un leve movimiento con los hombros, pidiéndole uno para él.

–¿Dónde está Matoi? –preguntó finalmente Tsumugu sin apartar la mirada del horizonte, en lo que una bocanada de humo se escapó de su boca.

–En la mansión Kiryūin–contestó Aikurō imitándolo –. Kiryūin Satsuki ya se encuentra ahí.

Ambos hombres siguieron parados uno junto al otro por un par de minutos más, sin dirigirse palabra alguna y fumando como si no hubiera un mañana. Pero en sus mentes, tomaban tal vez la más importante decisión de sus vidas. Permanecieron así hasta que Tsumugu soltó la colilla humeante de su cigarrillo al piso y la apagó con la suela de su zapato. Sin más, comenzó a alejarse.

–¿Tsumugu? –lo llamó tímidamente Aikurō tratando de alcanzarlo –. ¿Qué piensas hacer?

–Pasar la noche despierto en esa celda me dio tiempo para decidirlo.

Había dos cosas en la cabeza del hombre del peinado mohicano. Una de ella era la idea demente e impulsiva de arremeter en el hogar de Kiryūin Ragyō y sin más, sacar a Matoi de ahí. Pero después... ¿Qué más haría? Esa mujer era la madre biológica Ryūko, le gustara o no, y por ende tenía todo los derechos sobre su custodia. El llevársela, implicaría el secuestro de una menor de edad, sin mencionar que no tendría lugar para refugiarla donde Ragyō, o las autoridades, no la descubrieran. Era un pésimo plan. Y aunque le pesaba, debía dejar que Kiryūin Satsuki tomara manos en el asunto.

Así que no le quedaba de otra, más que recurrir a la segunda opción que rondaba en su mente:

–Voy a descubrir a la rata que nos traicionó –le informó a su compañero siguiendo su marcha, sin percatarse que Mikisugi había dejado de seguirlo.

Aikurō lo miró alejarse por la larga y solitaria avenida, preguntándose mentalmente si debía decirle que iba a embarcarse en una búsqueda innecesaria.

Remembranzas vivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora