Tres meses después

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Kiryūin Satsuki despertó esa mañana sintiéndose mucho más cansada de lo normal. Aún no se acostumbraba totalmente a su nueva cama o habitación, o al menos eso era lo que pensaba. En esas últimas semanas, muchas cosas aquejaban a la joven ex heredera, y el atribuirle sus penas a simples incomodidades le ayudaban a vivir el día a día. Eran engaños que se decía a sí misma para ignorar temporalmente su realidad.

Antes de que la joven se levantara de su lugar en la esponjosa pero pequeña cama individual, la puerta de su habitación se abrió dando paso a su leal mayordomo.

–Ohayou, Satsuki-sama –le dijo el hombre al percatarse que se encontraba despierta. Continuó su camino hasta la ventana y abrió las pesadas cortinas de terciopelo permitiendo que la luz entrara en la habitación.

–Ohayou, Soroi –contestó la joven sentándose en la cama –. ¿Cómo sabía que ya me había levantado?

–Oh, no lo sabía –confesó el mayordomo aproximándose a uno de los costado del lecho de la joven–. Era mi intención levantarla antes que fuera muy tarde, como sabe, hoy es un día muy importante y no querrá faltar a la ocasión.

Por unos segundos la chica que reposaba en la cama intercambió unas miradas con su leal empleado, quien le correspondió con una ligera sonrisa. Satsuki se perdió un momento en las facciones de Soroi, cuyo rostro no había cambiado con el paso de los años, solo algunas arrugas se había marcada su frente y barbilla; pero lo que definitivamente lo hacía verse extraño a lo que Satsuki estaba acostumbrada, era su atuendo. El hombre ya no llevaba encima el esmoquin negro con el que siempre lo había visto todos esos años, en lugar de ello llevaba un pantalón formal negro y un chaleco de seda blanco sobre una camisa del mismo color.

–Tienes razón –contestó ella con la leve silueta de una sonrisa, mientras apartaba las colchas de su cuerpo para levantarse de su cama.

Soroi ya le había dejado las ropas para ese día planchadas y dobladas sobre una de las sillas de la pequeña habitación, por lo cual Satsuki no tardó un segundo de desprenderse de su largo camisón para colocarse el atuendo para ese día.

No era gran cosa, un delicado atuendo de dos piezas que consistía en una falda larga y un blusón celeste, de tela ligera y fresca para un caluroso día de verano (finalmente la primavera se había marchado y con ella las mañanas frías y las noches fresca). Aunque el atuendo no era muy propio de ella o para la ocasión, Satsuki tenía que escatimar ya que había dejado todo su guardarropa de marca en la mansión Kiryūin el día en que se marchó de esta, al igual que muchas otras cosas que le hubiera gustado llevarse consigo.

–Cuando termine de arreglarse, puede bajar a comer –le informó Soroi tomando las ropas usadas de la joven, para llevarlas a lavar –, el desayuno está listo.

–Arigatou.

Una vez sola, la vaga sonrisa en los labios de Satsuki desapareció. No había una verdadera razón por la cual estar feliz, o al menos ese día en particular. Se sentó frente a su tocador de madera finamente tallada (tal vez el único objeto que le agradaba de su nueva habitación) y contempló en silencio su reflejo.

Con el paso de los días, ya no le sorprendía ver aquel rostro ya que por un tiempo le resultó desconocido y le devolvía una mirada indiferente a través del espejo. No podía creer que se tratara de la misma joven de preparatoria que se había graduado hacía apenas un par de meses. La mujer en el espejo se vía mucho más madura para su edad, pero aún así hermosa. Sus ojos azules no mostraban el mismo brillo y había algo cansado en su semblante. Satsuki había cortado su largo y sedoso cabello negro y había quedado tan corto que tan solo llegaba a cubrirle las orejas. Su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados, era propio que su imagen también se reinventara, aunque aún no estaba muy acostumbrada a ello.

Remembranzas vivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora