Rüdiguer es reclamado por su abuela como heredero de un condado que detesta, pues será la diana humana de los enemigos de su familia, que ya se han cargado a todos sus antecesores. Así que tratará de hacer todo lo posible, por las buenas o por las m...
Una vez dentro del despacho localizó el silbato en el suelo, se le había caído del bolsillo al sentarse, pero enseguida se le fue la vista al ordenador. Aquel ordenador era el único que tenía internet en toda la casa. El que había en la biblioteca simplemente lo utilizaban sin conexión, para trabajos de clase, edición de fotos y poco más.
Pero, internet era muy grande. ¿Por dónde empezaría a buscar? Además, Jowy no era muy de redes sociales. Recordaba que nunca llevaba el móvil encima cuando estuvieron en aquel pueblo de veraneo. Sí, vale que no había señal, que el inhibidor era un asco, pero ni siquiera se lo llevaba a casa de Javi, como hacían LB o el Frigui para ponerse al día su instagram y su Facebook y esas cosas utilizando su wifi.
Enseguida se le encendió la lucecita. No podría contactar con ella por redes sociales, ni por su número de móvil, pero sí sabía donde vivía y, talvez, con un poco de suerte, tuvieran una página web donde pusiera un teléfono al que llamar.
Le había costado averiguar la contraseña de su abuela y sabía que en cuanto lo pillaran, ella la cambiaría, pero necesitaba ver alguna luz al final del túnel. Así que introdujo la contraseña, abrió el buscador y empezó a buscar un hogar de niños huérfanos o desamparados, o un centro de acogida para menores, que estuviera en Zaragoza. A primera vista le aparecían dos o tres, descartando el internado para menores delictivos, por lo que tuvo que ir entrando en la pagina web de todos ellos para ver la dirección, que eso sí que se lo sabía de memoria de tanto escribirlo en las múltiples cartas que había enviado.
Al final logró averiguar cual de todas aquellas residencias para menores sin hogar era la suya y consiguió el ansiado número.
No se pudo resistir y rápidamente descolgó aquel teléfono fijo del despacho de su abuela para marcarlo.
Estaba a punto de conseguir saber algo de ella. Los nervios se le pusieron en la garganta y temía que le traicionaran cuando escuchase su voz al otro lado del cable. Pero sin haber llegado a dar tono, la voz de una telefonista que le hablaba en sueco metalizado, le comunicó que aquella línea tenía restringidas las llamadas al extranjero. El mundo se le vino abajo de nuevo.
La rabia y la impotencia se apoderaron de él y a punto estuvo de pegarle una patada a la silla para desahogarse. Pero se contuvo,sabiendo que estaría siendo vigilado por los seguratas que había al otro lado de la videocámara que había en el rincón, y que si hacía cualquier cosa fuera de lo permitido enseguida vendrían a por él.
Decidió buscar un folio para anotar el número, aunque ya lo había memorizado, pero no estaba de más escribirlo en algún sitio para evitar perderlo o confundirse.
Al abrir el cajón donde su abuela guardaba las agendas de sus primas y tías, en busca de alguna hoja suelta donde poder escribir, vio, al fondo, un paquete atado con una goma que le llamó la atención. Sin dudarlo, lo destapó cuidadosamente y lo que vio le produjo un pinchazo en el pecho como si alguien le estuviera haciendo vudú en algún lugar del mundo.
¡Eran sus cartas! ¡Allí estaban todas las cartas que él había dado a Mágnum, a Angus, a Stephy, a Cornelia, a Inna, las que había conseguido infiltrar entre el correo de su abuela en una sesión de economía, la que le había dado a un viejo que se encontró en el bosque un día mientras pastoreaba para que se la echara al correo de su pueblo! ¡Todas! Incluso la primera, donde le daba la dirección incorrecta. ¿Cómo era posible que las hubieran interceptado?
De pronto le faltó el aire.
Jowy estaría de los nervios pensando que le habría pasado algo. En todo aquel tiempo no había recibido nada y ya habían pasado ocho meses. No lo quería ni pensar. La furia que sentía necesitaba una manera de salir de su cuerpo y tenía miedo de pagarlo con el primero que se encontrara en su camino.
No tardaron mucho más en hacer acto de presencia dos guardias de seguridad, armados con porra y todo, acompañados de su abuela y el contable, que venían con cara de pocos amigos.
—Ya veo que no me puedo fiar de ti. Me has decepcionado —le dijo su abuela muy seria.
Ante el sobresalto, se levantó furioso de la silla y se dirigió a ella con los puños apretados y los ojos encendidos, al tiempo que los guardias de seguridad se interponían en su camino para sujetarlo con fuerza por los brazos.
—¿Porqué están ahí mis cartas? —Le gritó, perdiendo la compostura.
—Por tu seguridad —Contestó ella asustada ante la reacción de su nieto.
—¿Por mi seguridad?... ¡Y una mierda! —Y entonces se vino abajo, sus ojos ya no podían contener más lágrimas y se desbordaron, derrumbándolo—. ¿Qué daño te hacía dejar pasar una carta insignificante? ¿No entiendes que ahí fuera puede haber alguien que se preocupe por mí? ¿Qué te cuesta dejar que sepan que estoy bien?¿Por qué me tienes aquí prisionero? —Pero no pudo seguir hablando porque los sollozos le ahogaban la voz al salir.
—No te tengo prisionero. Puedes entrar y salir cuando quieras —dijo su abuela en un intento de apaciguarlo, pero sin muchas ganas, en el fondo disfrutaba con el dolor ajeno—. Y si... esa españolita realmente se preocupaba por ti, creo que ya habrá dejado de hacerlo ¿No te parece? —continuó mientras volvía a guardar las cartas en el cajón y se sentaba ante el ordenador para ver qué había estado haciendo con él—. El tiempo es lo que tiene. Pasa muy deprisa. Y la mente humana pasa página más rápido de lo que te imaginas,querido —le dijo con voz suave mientras él no paraba de llorar de impotencia ante la situación, todavía agarrado de los brazos por los dos seguratas—. Pero al parecer tú aún no te la has sacado dela cabeza, por lo que veo. ¿Qué has hecho? ¿Para esto querías Internet? ¿Para buscarla por la red? Hum..., interesante. ¿Hogares de niños huérfanos? ¿En serio? —observó su abuela, mirando las búsquedas más recientes.
—¡No me puedes tener aquí incomunicado! ¡Necesito hablar con ella! —le gritó, le suplicó entre sollozos, ante la mirada impasible del contable, que también parecía regodearse con su dolor.
—Querido,¿Y si ella ya no quiere hablar contigo?
—¡Pues déjame averiguarlo personalmente! ¡Joder!
—Está bien —dijo parsimoniosamente.
Descolgó el teléfono y marcó un número local. No tardaron en descolgar—.Hola, sí, quisiera hacer una llamada al extranjero —Habló por el auricular—. Sí, ahora mismo, por supuesto —hizo una pausa para escuchar a su interlocutor—. Ah, de acuerdo, muy bien, muchas gracias —y pulsó en las orquillas para cortar la comunicación, tendiéndole el auricular a su nieto, mientras los seguratas lo soltaban de los brazos para dejarlo acercarse, eso sí, muy cautelosos—. De acuerdo, marca el número —propuso su abuela.
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