Rüdiguer es reclamado por su abuela como heredero de un condado que detesta, pues será la diana humana de los enemigos de su familia, que ya se han cargado a todos sus antecesores. Así que tratará de hacer todo lo posible, por las buenas o por las m...
Losseguratas llamaron inmediatamente a un helicóptero para trasladar alcondesito cuanto antes al hospital más cercano, puesto que era elmedio más rápido y el más eficaz, ya que por las puertas no podíaentrar ni salir nadie porque se habían quedado encalladas ynecesitarían una grúa para poder moverlas y recolocarlas de nuevo.A todo esto, la condesa, el contable y los dos seguratas, seguíanpegando gritos dentro de su despacho para que alguien los oyera yacudiese a abrirles, ajenos a lo que había pasado.
Cuandodespertó estaba tumbado boca arriba, la visión era borrosa todavíapero podía distinguir poco a poco la silueta de las copas de unosárboles altísimos que se balanceaban al ritmo del suave viento.Parpadeó varias veces para aclarar su vista. Sí, el ronroneo de lashojas al mecerse era inconfundible.
Seincorporó pensando que estaba tumbado en el camino de entrada a lacasa, pero descubrió que estaba en un bosque que no conocía. Se oíael rumor de un río lejano. Se levantó y empezó a caminar hacia él.Conforme se acercaba al río la niebla se iba apoderando delhorizonte, hasta que este se convirtió en el suelo que pisaba a tansolo dos metros de su paso. La sensación de claustrofobia lo poníanervioso. Aún así, consiguió llegar al río. Un riachuelo en elque apenas corría un palmo de agua, sorteando piedras redondeadas ycubiertas de musgo.
De pronto lo alertaron unos pasos que seacercaban. Eran sigilosos, pero su fino oído podía captarlos,aunque con cierta dificultad. Buscó a través de la niebla al dueñode los pasos pero era tan espesa que apenas logró adivinar unasilueta lejana que se acercaba lentamente. Se quedó inmóvilesperando ver quien era. No sentía miedo. No sentía curiosidad. Nosentía nada.
La silueta femenina avanzaba parsimoniosamente. Suforma de caminar le resultaba familiar. A pesar del frío vestía conpantalones cortos y camiseta sin mangas, dejando al trasluz unaspiernas delgadas y esbeltas y unos brazos flacuchos. Detrás de sucabeza se balanceaba una coleta a cada paso que daba.
Cuando laniebla se disipó, él pudo distinguir lo que yasospechaba: Era Jowy. Y, por supuesto, aquello no podía ser más queun sueño. Pero decidió disfrutarlo. Ella estaba tan guapa como larecordaba. Lo miraba sonriente con aquel brillo especial en los ojosy su sonrisa divertida. Le tendía la mano conforme se acercaba. Élestiró la suya para tomársela. Pero de pronto su mirada quedóvacía, su sonrisa se convirtió en una fea mueca que desfiguraba surostro, su mano cayó y sus ojos quedaron en blanco. Él se asustó.Hasta ahora no había sentido nada pero entonces sintió miedo.Pánico.
Jowy cayó al lecho del río como si de una muñeca de trapose tratara, retorcida e inerte. Él corrió a su lado para tomarla ensus brazos e intentar reanimarla. Pero cuando la cogió, su cuerpo seconvirtió en agua, escapándosele entre los dedos y mezclándose conel agua del río, alejándose de él para siempre.
Se quedó inmóvil,destrozado, mientras la niebla se hacía más y más espesa. Hastaque no podía verse ni la punta de los zapatos. Hasta que toda suvista estaba cubierta de blanco, un blanco que asustaba.
Elblanco del techo de una fría habitación de hospital.
La luz tenuedel sol de la tarde entraba por la persiana medio bajada. Un tipograndote y vestido de traje negro se levantó de la silla para pulsarun timbre. Enseguida acudió un doctor que apestaba a tabaco y empezóa mirarle las pupilas con una linternita, levantándole los parpadoscon los dedos enfundados en un guante de látex.
Nadie de su familiaestaba allí con él. Como siempre. Y Jowy se había desvanecido deentre sus dedos como el agua en la que se había convertido. Senegaba a aceptar que saliera así de su vida. Sentía que no habíahecho lo suficiente por conservarla. Mientras el doctor lo examinabano sentía la preocupación por saber qué le había pasado y porquéestaba en el hospital. Estaba pensando que tal vez Jowy habíaabandonado la residencia porque, aunque no sabía la fecha exacta desu nacimiento, en Enero cumplía oficialmente los dieciocho y dejaríade ser menor de edad, teniendo que buscarse un piso de alquiler conotros compañeros, según sus propias palabras. Pero el caso era queya no tenía medio alguno de comunicarse con ella y eso loatormentaba. No le importaba haber estado dos días en coma por untraumatismo craneoencefálico tras estamparse contra las puertas dehierro macizo con el BMW a toda leche. No le importaba estar allítumbado sin hacer nada, sin molestarse en comer porque le metían elalimento mediante un gotero, sin pensar en qué ropa ponerse ni enqué iba a hacer ese día porque sabía que no iría a ninguna parte,que ni siquiera se levantaría de la cama. No le preocupaba no sentirlas piernas, ni los brazos, ni el resto del cuerpo. Se conformaba conpoder mover la cabeza y girarla hacia la ventana, por donde todavíaquedaban rayos de sol que entraban a hurtadillas por las ranuras dela persiana para plasmarse en la pared de enfrente, silenciosos,tranquilos, lentos. No se alegraba de estar vivo, su mente no parabade darle vueltas a ese hecho. ¿Para qué quería vivir? Llevaba lamayor parte de su vida viviendo sin hacerse muchas ilusiones niplanes de futuro porque sabía que, a la menor ocasión, todo acabaríade repente, y estaba harto, estaba cansado de vivir así, estabacansado de esperar a que la muerte viniera a buscarlo. Tampocoaquella vez quiso llevárselo consigo.
Aldía siguiente vino a hablar con él una doctora. Era rubia, alta,guapa, joven, y tenía un timbre de voz suave y melodioso. Él sehabía pasado la noche en vela, sin apartar la vista de la persianade la ventana, esperando volver a ver los rayos del sol que hasta latarde no harían acto de presencia en su habitación. La doctora lehizo preguntas sobre su estado de ánimo, sobre sus amigos, sufamilia, sus estudios, incluso intentó sonsacarle hábilmente sitenía novia. Pero él tenía la cabeza en otro lado y la voz dulcede la doctora lo único que hacía era inducirlo al sueño... hastaque se durmió a mitad de entrevista.
Cuandodespertó los rayos de sol ya pintaban la pared de la habitaciónotra vez. Hasta pareció alegrarse de verlos. El tipo grandote de laotra vez aún seguía allí, sentado en una silla. Recordaba que sehabía salido cuando la doctora lo visitó, pero al parecer luegovolvía a entrar y se quedaba con él. No leía, ni hacía nada,simplemente lo miraba de brazos cruzados y con cara de póquer, atentoal gotero que colgaba a su lado. Al ver que se había despertado selevantó lentamente, como si estuviera hasta los cojones de sutrabajo, y pulsó un timbre.
Alpoco apareció un doctor distinto con una aguja en la mano.
—Holamajete —dijo nada más entrar, como si lo conociera de toda lavida—. Vamos a ver qué tal andas de reflejos.
Y, sin más ni más, le pinchó con la aguja en el pié derecho, a travésde la sabana y todo. Rüdiguer gritó y encogió el pié, lanzándoleuna mirada de odio.
—Ah,pues sí que puedes moverlo, ¿eh? —dedujo el doctor, riéndose ydispuesto a hacer lo mismo con el otro pie.
—¡Puedomoverlo también! —gritó Rüdiguer, antes de que le pinchara.
—Ah,vaya, y veo que también puedes oírme y puedes hablar, ¿no?—continuó, situándose a su lado, pero sin guardar la agujatodavía—. ¿Puedes mover las manos?
Sinmediar palabra Rüdiguer hizo un gran esfuerzo para vencer la perezaen la que se regodeaba para levantar las manos un poquito. Losuficiente para que el doctor no le pinchara con aquella agujaextralarga. Notaba que le pesaban un montón las extremidades. Lastenía entumecidas de tenerlas tanto rato en la misma posición y, sino las había movido antes, no había sido más que por pereza.
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