55. La Torre

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Lo primero que hizo, para asegurar su plan, fue visitar, como quien no quiere la cosa, como si pasara por allí, la sala de seguridad, donde estaban todas las pantallas en marcha, con las cámaras instaladas funcionando y donde siempre había algún vigilante tomando café.

Intentó hacerse amigo suyo, pero el acercamiento personal no se le daba muy bien, así que tuvo que abusar de su cargo y le exigió que le enseñara cómo funcionaba todo: Las puertas automáticas, las cámaras del interior y del exterior, las ordenes que tenían ellos, sus prioridades a la hora de actuar, los planes de emergencia por si entraba un ladrón, y ese tipo de cosas. Alegó que tenía miedo porque en la mansión había poca gente y él se sentía desprotegido, entonces el vigilante de turno empezó a contarle todos los sistemas de seguridad que tenían instalados, las medidas de protección que tomaban cuando alguien entraba o salía de la mansión, y él escuchaba atento, poniéndose en la piel del ladrón para idear nuevos casos y que el vigilante le contara la solución.

De esta manera descubrió que no había cámaras enfocando a la torre por el exterior. Y las del interior, en verano, estaban apagadas porque, supuestamente, su abuela no trabajaba en la torre y nadie entraba ni salía. Bastaba con mantener encendidas las de los pasillos por los cuales se accedía a ella para detectar cualquier intrusión.

Aquella misma noche se coló en la torre. Subió al piso de arriba, donde estaban las habitaciones de los empleados internos, y por una de ellas, que estaba desocupada, salió al tejado. La noche era clara y la luna creciente alumbraba lo suficiente como para poder ver donde pisaba. Tenía más que estudiada la fachada de la torre. Se acercó a uno de los contrafuertes que la sujetaban partiendo de la pared del patio interior, de uno de los rincones, y caminó por él sin mirar abajo para que no le entrara vértigo, hasta llegar a la torre. Después tuvo que descolgarse por la fachada, atando la cuerda de la que se había provisto, hasta llegar a la altura de la ventana del despacho de su abuela que, milagrosamente no estaba enrejada, dada la alta seguridad con la que protegía aquella estancia. En realidad ninguna ventana tenía rejas, si no, aquel patio interior parecería más bien un patio andaluz, sólo faltarían los geranios.

Bueno, una vez a su altura se balanceó para llegar hasta ella puesto que él se había descolgado por una esquina y la ventana estaba en el centro de la fachada. Pero no hubo ningún problema. El guardia de seguridad ya le había dicho que no había alarmas en la torre, ni en las puertas, ni en las ventanas, porque para eso ya las tenían todas activadas en las puertas de entrada al perímetro de la mansión, incluyendo el cable electrificado instalado en el muro que delimitaba el palacio, y en las puertas que daban acceso a la casa y a los pasillos de la torre. Así que, ayudado de una varilla de hierro que había sustraído aquella tarde del taller del albañil, y con gran esfuerzo dado lo incómodo de la posición en la que trabajaba, logró abrir la ventana corredera que se interponía entre él y su tesoro.

Se coló dentro a la velocidad de un rayo y volvió a cerrar la ventana para atrapar la cuerda y poder cogerla luego para salir. El interior del despacho estaba muy oscuro, pero no podía encender ninguna luz, ni siquiera de linterna, para que no la vieran desde fuera por casualidad cuando se salían al patio a fumar, o en los cambios de turno. Así que fue todo el rato a tientas. No había cambiado gran cosa desde que solía ir allí a recibir las clases de economía que tanto lo mataban. Rebuscó en los cajones de la mesa de su abuela, donde encontró las agendas, que no se molestó ni en abrir, pero también descubrió su cartilla del banco, donde supuestamente su abuela le ingresaba su paga por dar clases de piano a Sophie y que, desde el accidente del BMW no había retomado. Ni a él ni a Sophie le gustaban demasiado aquellas clases en las que lo único que hacían era tocar piezas de compositores muertos y hacer ejercicios de agilidad de dedos. Sophie en realidad ya sabía tocar el piano de maravilla, no le hacían falta más clases, ahora dependía de ella no oxidarse y practicar piezas más complicadas, pero él no sería quien se lo dijera a su abuela, ni a la propia Sophie. Si con aquellas clases conseguía ganarse un dinero extra, pues bienvenido sea.

También vio, en el fondo del cajón, una revista del corazón. Le pareció muy raro que su abuela tuviera aquella revista allí y lo primero que le vino a la mente era que tendría la foto de algún tío en pelotas y que a su abuela le gustaba recrearse la vista de vez en cuando con ella. Así que la sacó por curiosidad y la acercó a la ventana, por donde entraba la claridad de la noche, para echarle un vistazo rápido. Cuál fue su sorpresa cuando vio, en la mismísima portada, una foto suya, corriendo por las calles de Estocolmo, con el segurata gordote pisándole los talones y todos apartándose a su paso. En los titulares podía leerse: Joven conde protagoniza persecución en el centro de la ciudad. Muerto de curiosidad no pudo más que buscar el artículo para leerlo ansioso.

Había otras fotos más, tomadas por el mismo fotógrafo puesto que eran del mismo sitio, sólo que una era de cuando se acercaban y otra de cuando se alejaban corriendo a toda velocidad. Junto a esta última habían colocado una foto familiar que se hicieron para Navidad y en la que su abuela los obligó a posar, vestidos de gala, en las escaleras de entrada a la mansión como si fueran la familia real, y que utilizó para felicitar las navidades a sus contactos de la nobleza. Supuso que la pondrían para identificarlo, a él y a la familia a la que pertenecía. Desde luego, el artículo no tenía desperdicio.


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El Salvaje; Rüdiguer en Aguas Negras

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ETHEL, El heredero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora