111. En algún lugar de Zaragoza

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Miróa su alrededor, esperando no ver su cara entre los asistentes. Elaforo se había llenado considerablemente y le era muy difícildistinguir los rostros de todos los presentes, además de incómodo,puesto que todos lo miraban empezando a aplaudir su interpretación.Nunca había tocado con público. Agradeció los aplausos con unmodesto inclinamiento de cabeza y, muerto de vergüenza, bajó delpequeño atril dirigiéndose de nuevo a la barra, que también estabamás poblada, mientras empezaba a notar cómo le ardían las mejillasdelatando su timidez. Odiaba no poder controlar aquello.

—¿Note resulta incómodo tocar con los brazos cruzados? —le preguntóuna chica que estaba a su lado y en la que no había reparadotodavía.

—No—dijo cabizbajo, esperando que el tío de la barra viniera parapagarle el cortado que se había tomado y largarse de allí antes deque a Jowy le diera por aparecer, si es que aparecía.

—¿Siempretocas así? —Insistió la chica.

—No—contestó, mirándola por fin a la cara.

Erala chica de la fregona de la otra noche. Tenía una bandeja en lamano, seguramente también era camarera. No se le veía muy mayorpero estaba envejecida y no sabía arreglarse bien el pelo, que lollevaba recogido con una pinza, dejando caer algunos mechonessueltos. Ella se le quedo mirando descaradamente, sonriéndole.

—Tucara me es muy familiar. ¿Has venido por aquí antes? —Volvió alataque ella.

Éldesvió la mirada porque no quería que se acordara del espectáculopatético que montó la otra noche.

—No—Volvió a repetir, sintiéndose idiota por no saber decir otracosa.

—¿Tedas cuenta que has negado tres veces seguidas?

Unachispa del pasado cruzó su cerebro. Recordó que Jowy y LB manteníanla teoría de las tres negaciones de San Pedro. Es decir, que tresnegaciones seguidas significaba que sí. Se la quedó mirando,tratando de ocultar su descubrimiento. Posiblemente conociera muybien a Jowy. A lo mejor hasta fueron juntas al instituto. Quizástambién formaba parte de la misma mafia.

Lavoz del gordo pareció llamar a la chica, que no se dio por aludida ala primera.

—Puesyo juraría que te he visto antes. No sé, a lo mejor no llevabas lasgafas, o te peinabas de otra manera... o estabas más delgado—continuaba ella con sus dilucidaciones.

—¡Martina!—La llamó de nuevo el tío de la barra, que le indicó con unmovimiento de cabeza que había clientes por atender. Entonces ellase fue resignada mientras él se acercaba.

—¿Quéte debo? —le dijo Rüdiguer, sin levantar mucho la voz, comoqueriendo pasar desapercibido a aquellas alturas.

—Nadachaval. Te invita la casa —contestó con cara de amigos, sonrientey todo—. Tocas muy bien el piano, aunque tengas una manera muy rarade hacerlo —añadió, en vista de la cara de sorpresa que se lequedó a Rüdiguer al ser invitado—. Pero... tal vez por eso hasatraído a bastante gente con tu música —y lo invitó a recorrercon la vista el local.

Laverdad era que apenas había un par de mesas vacías. Y los clientesno eran cuatro viejos acabados como la otra noche. Había variedad.Parejas treintañeras lo que más. Algún que otro matrimonio mayor,y un par de grupitos de jóvenes que iban de intelectuales.

—Lamentoque no haya aparecido tu chica —Le dijo después, con cara de falsopesar. En realidad estaba deseando que no apareciera para quesiguiera tocando y atrayendo al personal, que se estaban dejando unapasta en consumiciones mientras lo escuchaban.

—Ah,bueno —Sonrió acordándose de aquella cita inventada—. A lomejor ha venido y al verme tocando ha salido corriendo. Se me ha idoel santo al cielo —intentó justificarse.

ETHEL, El heredero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora