4. La familia.

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Rüdiguer se puso nervioso de repente. Sentía que le flojeaban las piernas, que no iba a ser capaz de articular una palabra. Además estaba acostumbrado a pensar en español y ahora tendría que volver a pensar en sueco, o en inglés como mucho, para poder pillar las conversaciones de todos aquellos que lo esperaban como si se tratase de un rey. No podía soportar tanta responsabilidad.

—¿Preparado señor? —le dijo el chófer deteniendo el vehículo frente a ellos, sabedor del estado de ánimo de su joven pasajero.

No estaba acostumbrado a que le hablaran de usted. Nunca lo había hecho nadie. Y mucho menos un hombre que podría ser su abuelo. No le parecía bien, era antinatural, pero estaba demasiado nervioso como para decirle algo al respecto en aquella ocasión. Tomó aire un par de veces.

—¿Me tiene que abrir la puerta y todo eso o me bajo yo mismo? —Se atrevió a preguntarle con la voz temblando a causa de los nervios.

El chófer sonrió cordialmente mirándolo por el espejo retrovisor.

—Lo normal es que yo le abra la puerta, señor. Es lo que todos esperan que hagamos —dijo pausadamente, con una voz conciliadora y tranquila, pero sin apartar la vista de él, como si estuviera analizando la situación—. Le recomiendo que tome un par de inspiraciones profundas para relajarse. Por lo general mis pasajeros no tienen prisa, dejan que les abra la puerta, bajan lentamente, se dirigen hacia la persona que se adelanta para recibirlos y se saludan tranquilamente.

—Vale —admitió, impaciente.

Él no valía para aquello. No sabía ser tranquilo, ni caminar despacio, le molestaba hacer esperar a los demás, y odiaba entablar conversaciones que no llevaban a ningún sitio. Además, la distancia desde el coche hasta la tira de personas que esperaban ansiosas su llegada le parecía demasiado larga, casi infinita.

El chófer bajó del coche lentamente, dio la vuelta por la parte trasera y le abrió la puerta, dejándolo al descubierto. Él intentó bajar despacio pero, el tíc del pié no le dejaba casi caminar, las piernas le temblaban y allí había demasiadas caras que lo miraban a la vez.

Necesitaba quitarse del campo de visión de todos aquellos ojos cuanto antes. Quería pasar el trago enseguida. Pero aún así, se permitió el lujo de quedarse parado, allí donde había bajado, para mirar, primero a la altura de aquel palacio medieval, impresionado por su planta hexagonal y su fachada recargada. Y luego, a las caras que lo esperaban. Una por una, pero deprisa, sin poder sostenerles la mirada por más de una fracción de segundo.

No era capaz de reconocer a nadie. Apenas había convivido con ellas un año y era tan pequeño... Sólo se acordaba de un chiquillo rubio y otro moreno que corrían tras él con boñigas de caballo en las manos para metérselas por los pantalones. Serían sus primos y, si estaba él allí, era porque ellos ya estaban muertos.

Se le heló la sangre al pensarlo. Ahora él era la diana humana y no se sentía seguro expuesto a tanta gente.

La mujer más mayor se le acercó parsimoniosamente. Para sus 66 años, y una operación de cadera, tenía una elegante manera de caminar y una esbelta figura que ya la quisiera alguna jovencita de veinte, aunque llevara un vestido que parecía del siglo pasado.

—Hola, querido —le dijo suavemente, mientras lo escudriñaba con la mirada, poniéndole las manos en los hombros y levantándole la cara de la barbilla—. Estábamos impacientes con tu llegada —Y le sonrió, convirtiendo su cara en una acordeón llena de pliegues.

En su momento la condesa de Svealand había sido una mujer bella. Tanto, que su abuelo Lars tuvo que batirse en duelo con otro rival para conquistarla. De aquella belleza poco quedaba ya, pero aún se comportaba como si todos los que la miraban quedasen deslumbrados a su paso.

ETHEL, El heredero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora