40. Lars

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Pensando todo esto consiguió tirar la argamasa que unía las dos piedras abajo y dejar un agujero entre ellas por el que pasaba la leve luz de la luna, filtrada por las rejas de la puerta y reflejada en el suelo. Si había alguien allí, estaba con la luz apagada, lo cual no era muy probable. De todas maneras no tenía elección. Así que, arrimó la nariz al agujero para poder respirar un poco mejor. Quien le iba a decir a él que aquel aire podrido de la cripta le sabría a gloria.

Con los pulmones llenos de oxígeno, y la cabeza llena de esperanza, se dedicó pacientemente a ensanchar el agujero que había excavado junto a la entrada inicial para poder meter por él su cuerpo, que hasta ahora únicamente le cabía el brazo y a duras penas podía maniobrar así. Después tuvo que ir rodeando la piedra de pizarra, que parecía menor que la anterior, liberándola de toda argamasa que la uniera con las otras. Le costó su tiempo, su trabajo y su esfuerzo, pero era constante y tenaz y, cuando tenía un plan, no había manera de echarlo atrás.

Al fin pegó un puñetazo a la piedra tirándola abajo. El hueco abierto daba justo detrás de la tumba de su abuelo, pero la urna, a apenas un palmo de distancia, le impedía salir. De todas maneras, excavó un poco más por que por allí no cabía, por muy flaco que fuera, y tuvo que tirar dos piedras más para poder pasar. Una vez ensanchado el agujero lo suficiente para poder salir arrastrándose, necesitaba quitar el obstáculo que se lo impedía, así que, salió para darse la vuelta y entrar en el mini túnel que había excavado con los pies por delante para poder empujar la urna que contenía la tumba de su abuelo, arrastrándola con esfuerzo, hasta que cayó al suelo de la cripta.

El espectáculo fue tenebroso.

La urna se volcó y la tapa se abrió. De ella salió rodando el cuerpo momificado de un ser diminuto y encogido, que rodó por el suelo hasta chocar con el altar que había en el centro. Se quedó sentado, mirándolo con los huecos donde antes habían estado sus ojos, y con un brazo en alto. De su boca descarnada asomaban casi todos los dientes en una mueca que daba la impresión de sonreír.

Salió de allí, con esfuerzo de contorsionista, porque el hueco no era recto, ni tampoco demasiado grande, lo justo para poder pasar él, conteniendo la respiración para ocupar menos espacio y se encontró con aquel espectáculo.

—Hola, abu. Encantado de conocerte —Susurró, saliendo de su encierro.

Él no era creyente. No creía que hubiera un paraíso para los buenos y un infierno para los malos. Cuando uno se moría, pues se pudría y ya está. No había más. Por eso tampoco creía en fantasmas del más allá, en espiritismo y en todo ese tipo de ciencias oscuras que circulaban por el mundillo para engañar a la gente. Sin embargo ,reconoció para sus adentros que el cadáver de su abuelo parecía alegrarse de verlo. O sería fruto de su mente, que tal vez, al estar al borde de un ataque de nervios pensando que aquel sería su fin y verse de pronto liberado de su destino, veía la vida con otros ojos y todo le parecía maravilloso. Hasta una momia podrida que parecía saludarle con la mano.

Luego intentó arreglar el estropicio que había hecho. Pero la urna era demasiado pesada para poder moverla de sitio siquiera. Apenas podía con la tapa. Sin embargo, el ataúd estaba intacto. Era de madera,forrado con tela roja y acolchada, sin rastro de bicho alguno. Por eso su abuelo estaba momificado, por la descomposición natural del cuerpo, sin la intervención de agentes externos. La urna los conservaba aislados de los bichos.

Sintió curiosidad por ver los cadáveres de sus padres, pero no era el momento apropiado.

Intentó recolocar a su abuelo en el ataúd, por lo menos, pero sus huesos pesaban como un muerto, nunca mejor dicho. Además no había manera de bajarle el brazo para que cupiera dentro. Así que, cansado de pelear con el cadáver, se resignó y decidió ceder. Si su abuelo no quería volver a entrar en el ataúd por algo sería. Si no quería bajar el brazo también tendría sus razones, así que lo sentó cómodamente en el centro del altar, de cara a las escaleras de entrada, con el brazo en alto, claro, de manera que parecía saludar al primero que bajara por allí. Él no era creyente pero los demás seguramente sí. Quizás el primero en asomar el hocico por aquel lugar sería su frustrado asesino, para comprobar si aún respiraba.Pensó que ojalá fuera tan creyente que le diera un ataque al corazón al ver a su abuelo saludándolo nada más bajar.

Le hubiera gustado tapar el hueco por donde había conseguido escapar,pero la piedra de pizarra no se sujetaba sin la argamasa. La losa que cubría la urna pesaba demasiado para colocarla allí, así que no digamos la urna entera. No le gustaba que descubrieran el túnel ya que tanto esfuerzo habían empleado los demás en construirlo pero... ¿Quién le aseguraba que el túnel estaba terminado? ¿Las palabras de Eleonor? ¿La misma Eleonor que no le había advertido que no había oxígeno dentro? ¿Por qué no ha podido garabatear el túnel hasta el final para tentarlo a huir? Si le hubiera dicho que había un túnel sin terminar tal vez la pereza le hubiera hecho desistir de bajar a visitarlo. Era mucho más tentador un túnel terminado y que condujese a la libertad. ¿Y ahora qué? ¿Subiría hasta su habitación, abriría la puerta de golpe, se tiraría encima de ella en la cama, cogería un almohadón y se lo pondría en la cara hasta que dejara de patalear, gritar y... respirar? Eso es lo que se merecía.

Estaba empezando a amanecer y no tenía un plan B. Necesitaba darle un castigo a aquella engreída, y si no era cosa suya que cantara el nombre del brazo ejecutor. Ya estaba bien de poner la otra mejilla.Había llegado el momento de demostrar que con él no se jugaba.



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ETHEL, El heredero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora