BE MY EYES (2)

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Ese algo salvaje, primitivo, intuitivo, animal, de Daryl Dixon, hace que se acostumbre a su ceguera como una condición, sin romperse la cabeza preguntándose el por qué o el cómo o el "si hubiera"; es, pasó, está pasando, es así, en sólo otro semana más está cogiendo confianza.

Sus pasos ya no son trémulos, por el dormitorio que comparte con Rovia empieza a moverse.

Cierta ocasión, por ejemplo, Rovia volvió de una visita con el médico para recoger las gotas que Hogger ha estado poniendo en los ojos de Dixon, decidido aponérselas él mismo, y cuando vuelve a su pequeña choza encuentra al pelinegro caminando en el exterior con una mano reposada contra la barandilla que rodea la diminuta casa que es apenas más que un cuarto, lo mira caminar con paso firme, muy lento, con sumo cuidado, pero los pies finalmente se aferran al suelo que está pisando, y se ha abrigado solo, con una chamarra mal abotonada y la bufanda que le dio Jesús torpemente enredada en el cuello, se puso los zapatos, aunque no se los ha amarrado.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —pregunta Jesús, yendo con él.

—Camino —responde.

—¿Te hartaste de mí tan pronto? ¿Soy tan mal lazarillo?

—Necesito aprender a caminar solo —se encoge de hombros.

—Tómate tu tiempo, no tengo prisa en soltarte —sonríe Rovia, y lo toma del brazo y regresan juntos adentro.

En el cuarto es agradable ver al moreno.

Lo ve quitarse la chamarra y colgarla en el perchero tanteando la saliente de madera, y allí mismo cuelga la bufanda, lo ve quitarse los zapatos botándolos en cualquier parte y levantarse apoyado en la pared para orientarse.

Ese día Rovia se encarga de quitarle las vendas para poner la pomada en torno a los ojos, y las gotas de aceite anestesiante; lo rojo del escozor en torno a los ojos sigue siendo mucho, las pupilas ya no están dilatadas, sus ojos aún se mueven en espasmos, pero si el moreno se lo propone, consigue que se fijen en cualquier zona.

—¿Nada? —pregunta Paul suavemente.

—Nada —dice el pelinegro con un suspiro.

—Perdón —murmura Paul en una letanía que se está convirtiendo en costumbre cada vez que se siente terriblemente consciente de la ceguera del hombre.

—Sin culpas —dice el otro—, estaré bien, no tengo otra opción, tenemos una guerra...

—No —lo frena Paul y pega su frente a la de Daryl—, si no ves no te quiero allí.

—No voy a quedarme.

—Pelearé por los dos, cuidaré de tu familia, lo juro, pero no te quiero allí si...

—Paul.

—No, por favor.

Silencio.

El tema se queda de lado, porque es difícil para ellos.

Con todo, Rovia no vuelve a ponerle la venda, en su lugar consigue lentes para sol.

Otra ocasión, un día a mediodía, mientras caminan por el patio cerca de los huertos, el moreno está intentando memorizar los aromas, puede distinguir en su cabeza la diferencia entre tierra congelada, nieve, hierba... en cierto momento está tan atento al aroma a la madera mojada que proviene de alguna parte a su izquierda, que no presta atención a lo resbaloso del suelo y patina. Todavía se está deslizando su pie por el cieno, mientras su cabeza se prepara para el golpe, cuando siente en medio de inclinarse los fuertes brazos de Paul que, sintiendo el cambio de peso, se gira y jala por las ropas al pelinegro en un abrazo feroz mientras ambos caen. El castaño consigue caer sentado frenando el golpe con una mano mientras el mayor le cae encima, aturdido, no muy seguro de lo que pasó ni de lo que está pasando: todavía está intentando entender su propia postura, y el calor del cuerpo que se aplasta contra él, aferrándolo, cuando siente una mano que le aparta los cabellos de la cara y Jesús le pregunta si está bien.

DESUS. Daryl y JesúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora