Capítulo 20

316 26 2
                                    

Eros y June


En lo profundo del corazón de una región inhóspita y gélida, se encontraba el pintoresco pueblo de Numbría. Un lugar remoto y apartado, donde el viento soplaba con ferocidad y la nieve caía en abundancia. Eros, Reyna y June, habían previsto el clima implacable y se habían equipado con mantas y ropas resistentes al frío. Las capas de piel de oveja que llevaban consigo se convertían en su mejor escudo contra la ventisca despiadada, mientras sus cabellos danzaban sin control en todas direcciones posibles.

El pueblo se extendía a lo largo de un camino empedrado, en el que se agrupaban unas pocas casas construidas con madera y piedra. El humo que se elevaba de las chimeneas indicaba que los habitantes habían desarrollado ingeniosos métodos de calefacción para hacer frente a las temperaturas glaciales. A los lados del camino, los retazos de escarcha que yacían sobre el suelo se iban desvaneciendo gradualmente a medida que el sol matutino se alzaba en el horizonte. En el centro de la ciudad, decorado por un vallado resistente y muy vistoso, parecía resguardar una especie de estatua que daba la impresión de un gigante de piedra, dormitando en su lugar de resguardo. June no pudo evitar sentirse atraída por aquel peculiar y exótico adorno. Los pequeños parecían corretear y jugar con él, como si fuese parte fundamental de aquel pueblo. June, curiosa, imaginó que, tal vez, era parte de la historia de aquel lugar remoto y apartado del resto de Azaroth.

Aunque los lugareños parecían inmunes al frío, la princesa no podía dejar de temblar y abrazarse a sí misma para intentar generar algo de calor. La luna, una presencia constante en aquel paraje, ya había tomado el relevo en el cielo cuando decidieron refugiarse en una posada para reponer fuerzas. Luego, se entregaron al dulce abrazo de la cama, pues su destino los llevaba a adentrarse en las montañas. Reyna les había contado sobre un antiguo templo oculto en las cumbres, casi desconocido para la mayoría. Aunque June expresaba sus dudas y quejas, insistía en que adentrarse en la montaña no era una buena idea. Era evidente que odiaba el frío y preferiría estar en cualquier otro lugar.

La mañana siguiente los encontró listos para partir, con el sol radiante iluminando las calles del pueblo y fundiéndose con la tenue bruma que se alzaba entre las casas. A medida que se acercaban a las montañas, el frío se intensificaba, con el sol luchando por derretir los últimos vestigios de escarcha que aún persistían en techos y caminos.

Los caballos, protegidos con cuidado, avanzaban con paso seguro pero tembloroso. La delicada nieve caía con suavidad sobre el rostro de Reyna y Eros, quienes lideraban el camino e intentaban resguardarse inclinando sus cabezas. Mientras tanto, June buscaba protección detrás de Eros, esquivando cualquier copo de nieve rebelde que amenazara con siquiera tocarle el rostro. Tras atravesar el estrecho paso entre dos montañas, bordearon majestuosas cumbres que parecían tocar el cielo.

—¿Estás segura de que es por aquí? —El muchacho frunció el ceño, intentando vislumbrar algo más allá de la densa cortina de copos de nieve que danzaban en el aire, desatados por la reciente tormenta que se había arremolinado a su alrededor, como si buscara hacerlos perder en medio de su travesía.

—No lo recuerdo con exactitud —respondió Reyna, persistiendo en su trayecto.

—Los caballos no aguantarán mucho más tiempo en este frío.

—Lo sé, pero no puedo ver nada —replicó ella, con una mezcla de frustración y preocupación en su voz. June, por primera vez en lo que iba del viaje, se dignó a sacar su cabeza fuera del resguardo de la espalda de Eros y se concentró para ver más allá.

—¡Puedo verlo! —exclamó con alegría—. Debemos tomar un pequeño desvío, pero estamos bien encaminados.

—Los caballos —insistió el chico—. No serán capaces de lograrlo.

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora