Capítulo 41

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Reyna


Reyna se recogió los mechones rosáceos en una coleta con habilidad casi mecánica, asegurándose de mantener el control sobre su rebelde cabello. Las colitas hechas a partir de hojas que Eleanor le había regalado se convirtieron en su salvación para mantener la compostura en aquel lugar inhóspito. Una fugaz sonrisa jugueteó en sus labios al recordar el gesto amistoso de la líder de los Centinelas, una figura imponente y enigmática como ninguna otra allí arriba, y que poco a poco comenzaba a ganarse su confianza.

Un suspiro escapó de sus labios. El cabello atado era como una jaula para ella, una restricción a su libertad, pero sabía que en aquel momento debía mantenerse alerta y, le gustase o no, el pelo suelto era un claro obstáculo para su visión.

La noche se cernía sobre la tierra, oscura y gélida. La luna, más cercana al lado oeste, apenas iluminaba el camino que se extendía ante ella. Aunque odiaba la sensación del frío a esas horas, era consciente de la necesidad de pasar desapercibida. Las cabañas de los Centinelas permanecían sumidas en un sueño profundo, lo cual era parte de su plan.

Adentrándose en el denso bosque, los aullidos de lobos y el susurro de la naturaleza la mantenían en alerta constante. No tenía una memoria exacta del camino, pero confiaba en sus instintos, compañeros inquebrantables hasta aquel momento. Y como siempre, no la defraudaron. Ante ella se materializó una extraña estructura: un hombre adulto sostenía una espada con un mango adornado por una hoja y un Fulgurien colgaba de su cuello. A su lado, una mujer empuñaba una pluma singular, mientras que un pequeño grifo reposaba sobre su hombro derecho.

Reyna buscó por algún vigía o guardián, el cual debería estar vigilando la zona, pero para su sorpresa no había nadie. Extraño, cuanto menos, pero no iba a quejarse tampoco... Permaneció en silencio ante los monumentos, desviando su atención hacia lo que realmente importaba. Se inclinó ligeramente para despejar el polvo acumulado debajo de la estatua del hombre, revelando dos nombres grabados: Thaldiran y Thalassa. Un pequeño relieve contaba la historia que los había convertido en figuras fundamentales para Velerian, otorgándoles un origen y, por supuesto, un claro y fundamental propósito.

Mientras exploraba debajo de la estatua, sus manos se encontraron con algo metálico. El contacto frío provocó un pulso electrizante en su mano derecha, pero hizo caso omiso al dolor. Había aprendido a soportar el sufrimiento en su pasado, un rasgo que valoraba en su propio camino.

Tras excavar un hoyo más profundo, extrajo una caja metálica, completamente sellada como si nunca hubiera sido destinada a ser abierta. Reyna la limpió y observó los símbolos que adornaban su superficie, uno de ellos aún brillaba a pesar del paso del tiempo: el símbolo del dragón, Agni. La luz que emanaba parecía atraerla de alguna manera, hipnotizándola durante unos momentos antes de sacudir la cabeza para volver a la realidad.

Arrimó la caja a sus ojos y miró a través de una pequeña abertura traslúcida en su costado, buscando algo valioso en su interior, pero solo encontró desilusión.

—No, no, no... —susurró con decepción, examinando el contenido en busca de algo de sumo valor. Agitó la caja con fuerza, esperando encontrar algo más, pero solo escuchó un ominoso sonido que provenía del interior—. ¡Maldita sea!

Rendida, dejó la caja en su lugar y suspiró con pesar. Actuó rápidamente para restaurar el lugar como lo había encontrado, como una niña que recompone algo roto para evitar ser reprendida. Estática por unos segundos, inclinó la cabeza hacia un lado. Su mano derecha se deslizó con suma discreción hacia su bota, donde ocultaba una de sus muchas cuchillas.

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora