Capítulo 56

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Ray

El pequeño Ray no se lo pensó dos veces y echó a correr. Una vez más.

El bosque se hallaba difuso tras sus ojitos verdosos y vidriosos. Aún sentía que los tenía sucios de tierra, pues le ardían, dolían y, por si no fuera poco, le molestaban. Parpadeaba y se refregaba con todas sus fuerzas, como si aquello pudiese serle de utilidad, pero no. No estaba consiguiendo hacer otra cosa más que enrojecerlos como dos tomates a punto de salirse de su lugar. Parpadeaba, escaneaba el bosque con su mirada por una milésima de segundo para asegurarse de que el camino estuviese vacío, y mantenía la corrida, corrigiendo el rumbo si era necesario.

—¡No corras, ratoncito! —La voz de Nestche resonaba en sus oídos como un eco distante, pero sus pasos alarmaban al pequeño de que se encontraba cada vez más cerca—. ¡Ven y pelea!

Si había algo en lo que el pequeñín era bueno, era en correr. Lo había hecho prácticamente toda su vida. El mero hecho de salir de aquellas situaciones complicadas era gracias a sus piecitos, quizás lo que más atesoraba, pues sus brazos no parecían querer ganar nada de fuerza, ¡y eso que lo estaba intentando! Pero en ese momento no importaba otra cosa más que correr.

Mientras corría, tanteaba con sus bracitos y manos, intentando prever cualquier árbol u obstáculo que se cruzase por su camino. El ardor en sus ojos lo mantenía prácticamente ciego y era un dolor insoportable el mero hecho de abrirlos por unos breves instantes.

—¡Por ahí no! —oyó una vocecita a su lado y lo tomó de la mano—, ven conmigo.

No podía ver de quién se trataba, pero la voz... Esa voz era inconfundible.

—¡¿Lina?!

—Sí, soy yo —le susurró, mientras guiaba su camino—. No te despegues y estarás... —el pequeño se detuvo en seco— bien...

—¡¿Qué crees que haces?! —Recuperó su muñeca de un tirón. Lina se detuvo frente a él, algunos pasos más adelante—. ¡Tú eras la única que sabía que estaría en el árbol donde descansa Kiri! ¡Me prometiste que no le dirías a nadie!

—No, yo... —Sintió una leve punzada en el estómago. Ray abrió brevemente los ojos y la silueta borrosa de su amiga se perfilaba ante sus ojos. Bueno... Ya ni siquiera sabía si podía llamarla de esa manera—. Nunca te prometí... eso... —susurró, más para ella que para él.

—¡Sólo te ofrecí ayuda, Lina! Creía que Eros podría ayudarnos a ambos... Solo... Solo quise ayudarte, ¿y así es cómo me lo pagas?

La punzada que recorría el pecho de la pequeña pareció extenderse por todo su cuerpo. Ella ladeó la cabeza, incapaz de devolverle la mirada. No podía verlo en ese estado tan... delicado. Las heridas que colmaban el cuerpo del pequeño eran demasiadas como para contarlas. Sus ojitos verdosos, lo que más la cautivaba y lo que más amaba en él, ahora yacían cerrados. Prácticamente sellados y enjaulados por una pelea desigual que, de no haber sido por ella, jamás debería haberse librado.

¿Por qué? ¿Por qué siempre tenía que ser obligada a castigar lo que más atesoraba? ¿Por qué siempre tenía que ser ella la culpable de asesinar... lo que más amaba en esa montaña?

—¿Siquiera sé si puedo confiar en ti, Lina? Porque comienzo a pensar que no...

Su corazón se encogió de golpe en un puño, como si hubiese dejado de existir en ese preciso instante. Sintió que todos los músculos de su cuerpo se entumecieron; de hecho, sus manos comenzaron a temblar por sí solas. El eco de los pasos de sus perseguidores se acercaba, distantes, pero bien direccionados.

La confianza... Siempre se trató de eso. Confiar.

—Nunca quisiste ser mi amiga, ¿no es cierto? —Algunas lágrimas brotaron de sus ojitos. En parte era una ayuda, pues la tierra en sus ojos comenzaba a humedecerse y brotar de allí por el propio flujo que la impulsaba—. ¡Estoy seguro de que sólo me enseñaste a nadar porque te daba pena! ¡Esa noche...! ¡Eso no significó nada para ti!

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora