Capítulo 57

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Éber

En ese rincón remoto de la montaña, donde ningún Centinela vigilaba los alrededores y donde, por extraño que pareciera, ni siquiera ella misma sabía qué la había impulsado a estar allí, los mismísimos árboles parecían susurrarle que retrocediera. Había tomado prestado un valor que hacía años creía que había perdido, sólo para acercarse a ese Alcázar, el mismo que su padre le había mostrado años atrás, cuando era solo una niña. En aquel entonces, él le reveló un precioso artilugio escondido bajo un escudo protector. Su padre le había asegurado que ese escudo era tan impenetrable y perfecto que, en una paradoja, lo hacía tan penetrable y delicado como ningún otro. Le dijo que, si las cosas se torcían, ella podría ser quien tuviera que tomar las riendas.

Y lo había visto. Todo se había torcido desde hacía mucho tiempo.

Dio otro paso más. Cada uno era más indeciso y titubeante que el anterior. Sentía un extraño impulso electrizante que la incitaba a darse la vuelta. Sorprendida, pensó que, meses atrás, habría seguido su intuición y habría retrocedido. Sin embargo, entendió que esa misión requería sobrepasar los límites que alguna vez se había impuesto.

Se sentía mal, claro; no le gustaba la idea de haberse «aprovechado» de la delicada situación para pasar desapercibida. No era fácil escabullirse cuando una Loreth salvaje y una Gran Madre azarosa acechaban a cada paso. ¡Ser una Profeta con todas las de la ley tenía sus sacrificios! Lo sabía, y era mucho que aún conservara la vista o, al menos, lo que quedaba de ella.

Dio otro paso más. La impetuosa e imponente estatua resurgía como un guardián silencioso en medio de la noche.

Tragó saliva, nerviosa.

—Debo hacerlo —susurró, más para su propio subconsciente que para sí misma. Con la mano derecha, buscó en su bolsillo y, al sentir el objeto, sonrió nerviosa y tragó saliva de nuevo. Su mano temblaba como nunca—. ¡Vamos, Éber, te preparaste toda tu vida para esta noche! Sólo será un momento y ya todo estará hecho. Sólo será un momento. Sólo... ¡Maldita sea, ¿por qué lo dudas tanto?! ¡¡Hazlo de una vez!!

Esta vez dio dos pasos más, decidida. Había estado planeando esto durante noches interminables. ¿Iba a detenerse justo ahora? ¡Pues no! Sin embargo, y tras todo pronóstico, se detuvo en seco. Retrocedió un paso, como si los dos anteriores hubieran sido demasiado incluso para ella.

Aquel revoltijo de sombras la paralizó y no fue hasta que tomaron la forma del Aquivara que pudo volver a respirar, como si su cuerpo, por un breve instante, hubiera olvidado cómo transportar el oxígeno. Un pedazo de su alma regresó a su cuerpo, pero sentía que otra parte seguía divagando en el umbral.

—¿T-tú qué...? ¡¿Qué demonios haces tú aquí?!

—¡Aquivara! —aclamó enfadado, frunciendo las fauces y mostrando unos colmillos tan afilados como agujas.

—¿Y qué esperabas que hiciera? —se excusó Éber, sus mejillas enrojecidas como una niña pequeña que intenta inventar una excusa por haberse metido en problemas—. ¿Acompañarla? ¿Seguirla? ¡¿Para qué?! —Se mordió el labio inferior, obviamente celosa—. ¡Si ya lo tiene a él!

El Aquivara extendió sus alas en un intento fortuito de parecer más grande de lo que realmente era. Tal vez era un típico acto de autodefensa, pero a ojos de cualquiera, sólo conseguía parecer más tierno de lo que aparentaba. Aunque, para Éber, era la bestia más mortífera que sus ojos habían visto jamás.

—Podrías haber ido tú a echar una mano, ¿no crees? —lo regañó—. ¡¿Por qué debes...?!

—¡Aquivara! —respondió, como si realmente se entendieran. Se detuvo a pocos pasos de la profeta, con las alas aún extendidas.

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora