Capítulo 30

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Eros


Después de la demostración de Eros, los Centinelas comenzaron a confiar un poquitito más en él. Se vieron forzados a dejar a un lado su aversión hacia el humano, pues vieron de lo que era capaz y su objetivo era mucho más importante y noble que una simple y tonta enemistad, por lo que, poco a poco, se animaron a consultarle. Aunque algunos estaban escépticos al principio, pronto se dieron cuenta de que él sabía de lo que hablaba y se limitaron a corregir sus posturas y movimientos bajo su guía.

Eleanor, por su parte, se alejó del grupo y entrenó sola a cierta distancia. Parecía reacia a recibir consejos del muchacho, pero él no se inmutó y continuó ayudando al resto de los Centinelas. No lo hacía por gusto, sino porque no le quedaba más alternativa. Al igual que los Centinelas.

Se encontraban reunidos en parejas, y la gran mayoría daba su máximo rendimiento, conscientes de que no tenían tiempo que perder. Cada minuto, cada mínimo segundo era valioso para mejorar sus habilidades. Eros escudriñaba a cada uno de forma meticulosa, pues estaba claro que algunos Centinelas necesitaban más ayuda que otros.

En un momento se centró en dos niños en particular. Uno de ellos parecía ser un tanto más robusto que el otro, con una cicatriz cerca de su ojo derecho que daba la impresión de lucir con orgullo y el otro parecía ser un tanto más pequeño y escuálido, con bastantes dificultades en mantener aquella pesada espada levantada.

El niño más corpulento desató un ataque con su espada improvisada, pero su oponente, ágil y astuto, lo esquivó con gracia, retrocediendo con rapidez. Sin embargo, la resolución del más grande no conocía límites; aprovechó su ventaja en tamaño y lanzó tres estocadas más, dos de las cuales impactaron dolorosamente en el pecho del niño más débil, quien se retorció ante el dolor agudo.

—¡Es inútil! —bramó el niño robusto, apuntando su arma hacia la garganta del otro con una mirada que destilaba amenaza—. No puedes soportar más de dos embates seguidos. Entrenar contigo es una maldita pérdida de tiempo.

—Pero... ¡No puedo! Tú eres más grande, más pesado, tus movimientos son más largos... —balbuceó el niño menor, en un intento de justificar su desventaja.

—¡Estamos bajo presión y tú solo juegas! —replicó el más grande, elevando su tono y acercándose con paso amenazante, obligando al otro a adoptar una posición defensiva—. No perteneces aquí, mocoso. ¡No deberías haber cruzado jamás esta montaña!

—¡Oye! —exclamó el niño, su voz temblorosa y su mirada reflejaba un miedo palpable—. ¡Soy igual que cualquiera de ustedes!

El desprecio pintó una sonrisa en los labios del niño más grande, mientras el pequeño sentía cómo su corazón se encogía ante el desdén. Sus ojos se humedecieron con lágrimas apenas contenidas.

—Tú sabes que eso no es verdad.

El niño más pequeño, ardiendo en furia, se abalanzó contra su adversario, sus movimientos eran pura rabia personificada. El más grande retrocedió con habilidad, esquivando la mayoría de los golpes de su contrincante. Animado por su valía, el pequeño lanzó otro ataque, pero su espada se deslizó inútilmente a través del aire cuando su oponente se apartó con facilidad.

El niño intentó detener el descenso de su arma, pero fue en vano. La espada de madera del niño más grande encontró su objetivo con fuerza, golpeando el pecho del niño más débil, quien emitió un gemido de dolor. El niño de la cicatriz se acercó al niño caído, que se sujetaba el pecho con desesperación, y se preparó para asestar otro golpe.

—¡¡Eres nada más que escoria, ¿me oyes?!! —escupió con malicia, mostrando con orgullo la cicatriz que adornaba su mejilla derecha—. A tu edad, ya me había encargado de tipos como Balthazar y sus matones. No puedes culpar a tu cuerpo frágil por tu debilidad. Deberías estar en el suelo, rendido. ¿No has escuchado a Eleanor? No hay espacio aquí para un Centinela tan mediocre como tú, aunque debo admitir que «mediocre» es un término demasiado indulgente para describirte... ¡Cómo tu despreciable vida!

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora