Capítulo 63

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Éber

Éber siguió a la Gran Madre por los largos pasillos del monasterio; sólo sus pasos resonaban en el suelo de piedra gastada. Las antorchas violáceas en las paredes arrojaban parpadeantes destellos de luz, iluminando la oscuridad que rodeaba a ambas figuras. La solemnidad del lugar pesaba en el aire mientras avanzaban, hasta que finalmente llegaron a una puerta que parecía tener una presencia imponente en medio de la penumbra. La Gran Madre realizó una serie de gestos precisos y, en respuesta, el retumbar de mecanismos desgastados y sonidos rudos llenaron el aire, como si la puerta hubiera cedido a un poder desconocido. La apertura de la puerta fue acompañada por un portazo resonante que reverberó por el pasillo, enviando un escalofrío por la espalda de Éber. La sensación de que algo antiguo y poderoso había sido liberado flotaba en el ambiente, dejándola inquieta.

Una vez que cruzaron el umbral, la puerta se cerró tras ellas con un estruendo que resonó en los oídos de Éber. A pesar de la aparente simplicidad de la cerradura, la magnitud del sonido sugería una fuerza mayor en juego.

La sala a la que ingresaron era un rincón lleno de una energía intensa. La luz de la luna entraba por amplios ventanales, iluminando el espacio y revelando la riqueza de los detalles. Las paredes estaban tapizadas con escenas tejidas, una narrativa visual que contaba los épicos relatos de los Velerians notables a lo largo de la historia. Cada hilo parecía cargar con el peso de la tradición. El suelo de la estancia estaba cubierto por una alfombra en tonos dorados y violáceos, cuya suavidad absorbía los pasos de Éber mientras avanzaba con cautela. Bajo sus pies, la textura cálida y reconfortante de la alfombra la guiaba a través de este espacio aparentemente intemporal.

En el centro de la sala reposaba una mesa majestuosa, labrada con maestría y adornada con una profusión de pergaminos y tomos antiguos. A su alrededor, asientos acogedores parecían invitaciones para Éber. Cada detalle parecía haber sido dispuesto para un propósito específico, como si la sala misma exudara una presencia consciente.

—Hacía tiempo que no venía aquí —susurró Éber con su voz impregnada de asombro—. La última vez fue cuando...

—Cuando ocurrió lo de tu padre...

—Sí, eso.

Un silencio gravitacional envolvía la sala, pesado con la carga de recuerdos y secretos que esta atesoraba. Con gracia, la Gran Madre se acomodó detrás de su escritorio, su mirada se mantenía fija en la nuca de Éber. Cada gesto, cada palabra, se transformaba en un examen minucioso.

La joven no podía resistir la atracción que ejercían los objetos que poblaban la estancia. Una estantería en una de las paredes exhibía volúmenes ancestrales y pergaminos enrollados, portadores de sabiduría y magia transmitida a través de las eras. La tentación de acercarse y sumergirse en ese conocimiento era palpable, pero Éber se contenía, respetando la solemnidad del lugar.

En el rincón más alejado de la sala, un pedestal de piedra sostenía un cetro mágico, el emblema del poder de la Gran Madre y el símbolo de su liderazgo sobre los Velerians. La vara estaba engalanada con piedras preciosas y símbolos enigmáticos, pero sabía que era tan solo un símbolo. Jamás se había utilizado.

La mirada inquisitiva de la Gran Madre escudriñaba a Éber, en busca de indicios en cada gesto y reacción. Mientras el tiempo se desvanecía en un silencio tenso, Éber sentía crecer la urgencia de explorar, de tocar todo lo que se alzaba más allá de su comprensión. Después de todo, no tenía idea de cuándo es que volvería a pisar ese lugar, si es que alguna vez lo hacía.

Finalmente, la tentación resultó irresistiblemente fuerte y la joven se aproximó a la estantería de objetos antiguos. Sus dedos recorrieron los lomos cubiertos de polvo de los libros olvidados, pero uno en particular llamó su atención. Su estado impecable en medio de la capa de polvo la intrigó y, con una mezcla de emoción y cautela, Éber lo retiró del estante. El movimiento reveló un pequeño rincón oculto. En ese recoveco, dentro de un delicado florero de cristal, flotaba una rosa negra. La visión de la profunda oscuridad de sus pétalos y el tono violáceo que se desvanecía en su centro dejó a Éber perpleja. Era una imagen desconcertante y extraordinaria, como si el flujo del tiempo se hubiera suspendido para preservar esa maravilla.

Lazos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora