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¿Por qué?

―Señor, necesitamos de su cooperación.

Los vientos fríos de invierno le calaron los huesos, dejándolo tieso. Se sentía tan pequeño y vacío como un dedal magullado. Todo, y en verdad todo su cuerpo estaba temblando.

Apretó el pedazo de papel que tenía en la mano derecha.

¿Cómo?

―¿Señor? ¿Puede decirnos qué sucedió?

Comenzó a sentirse mareado por la poca oxigenación que le llegaba a la cabeza. Era difícil recordar como respirar. Era difícil siquiera pensar en hacerlo. Quería desplomarse allí mismo. Quería dejar de sentir aquella opresión en el pecho que lo desesperaba. Quería devolver por completo aquel día. Quería pellizcarse hasta que su realidad cambiara como si fuera un mal sueño.

Quería que acabara. 

Con sus uñas hirió la piel de su palma, y el pequeño trozo de papel en su mano se tiñó del carmín metálico de sangre. Su mirada, borrosa por las lágrimas acumuladas, se encogió hasta enfocar los vidrios rotos bajo sus pies. La voz del hombre frente a él fue poco nítida y lejada. Se quedó contemplando los pedazos. 

Esto había ido demasiado lejos.

Sus luceros ardieron, amenazando con llover más fuerte. En desatar toda una tormenta. 

¿Ahora qué haré?

El agente de policía que intentaba hablarle se incorporó y se pasó las manos con el rostro, exasperado por el estado del hombre castaño y de cabellos largos que parecía totalmente incapaz de hablar. Alguien había llamado a la estación pidiendo auxilio por un supuesto robo en un café que había terminado de alguna forma en un incendio, pero estando allí, con el fuego extinto por los bomberos y la única persona del lugar presente, parecía un caso estancado.

Necesitaba obtener el testimonio del chico mientras tenía los recuerdos frescos en su cabeza, pero no parecía capaz ni de espabilar.

Resopló con cansancio, dándole su espacio. Sus botas chocaron contra el cristal roto y las cenizas. 

El lugar era un completo desastre. Las ventanas estaban todas rotas, las mesas también. Los muros estaban desgarrados desde el papel tapiz verde menta por los dientes del difunto fuego, y toda la zona de la cocina se había reducido a máquinas deformadas por el calor. Se volvió entonces hacia el muchacho tras suyo y suspiró profundo. ¿Qué había visto que lo introdujera a tal estado de shock? ¿dónde estaban los otros empleados? ¿sólo él estaba allí?

El mencionado, con el corazón desbocado, un nudo en la garganta, y un fuerte dolor palpitando sus sienes, levantó la mirada borrosa para mirar el café. 

O bueno, lo que quedaba de él.

Se mordió el labio para no sollozar. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sido posible? El lugar donde había trabajado más de un año, dónde había aprendido a sobrellevar la vida de nuevo, dónde había conocido tantas buenas personas y donde había hallado algo de estabilidad a su desastre permanente ahora era... un lienzo inocente de ira y demencia.

No sabía quién rayos había llamado a la policía, no sabía quien había inventado la tontería del robo. Miró hacia la calcinada puerta de la cocina. No había sido ningún jodido robo. Ese demente. 

La nota que tenía en las manos lo probaba. La nota embriagada de su almíbar de vida almacenaba la verdad. Pero él no la soltó, ni la entregó.  No quería que nadie la viera. No podía.

Control «KookTae» ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora