104

32.1K 4.2K 6.6K
                                    

Se bajó del taxi con una rapidez abrumadora que envió corrientes temblorosas y dolidas por cada rincón de su cuerpo.

Pagó como pudo, casi dejando su billetera dentro, y con la garganta cerrada en un nudo doloroso, miró hacia la azotea de aquel edificio negando con la cabeza. Su nuca cedió a los movimientos con rigidez y dificultad.

No. No. No. Se tocó el pecho, desconociéndose, desorientándose a quien era, a las piernas que lo sostenían, al corazón que le pedía morir antes de latir tan violento. Sus yemas no percibieron sus ropas, sus dedos fríos no lograron tocarlo.

En ese momento de su vida, en verdad quiso gritar por piedad. Las lágrimas del cielo impulsaron a las de sus ojos a salir. Su rostro se empapó de gotas cálidas saladas y heladas dulces. Quiso caerse y llorar, llorar hasta olvidarlo todo, llorar hasta que todo desapareciera y sus ojos dejaran de ver fijo al cuerpo que se mantenía recostado a la corniza de aquel estúpido -¡¡estúpido, estúpido, estúpido!!- edificio de cinco pisos. ¿No era real? ¿No era real? Su cabeza ahora no podía digerir nada. Su mente estaba tan saturada por el dolor de su cuerpo que procesar cualquier idea sería imposible. Pero real. Esto era muy real. La quizás cruda realidad a la que le habían condenado, a la oscura realidad que había condenada la humanidad cuando se había probado un gramo de tristeza. Esto sucedía. Esto ya había sucedido. Esto sucedía en todo el mundo, a diario, de maneras masivas e inyectadas de angustias y morbo.

Mierda. Mierda. ¿De nuevo le habían mentido? ¿De nuevo había estado junto a alguien que había ocultado su dolor hasta que éste le hacía huir hacia la insensible muerte?

¿Por qué era? ¿Era por la tristeza acumulada de la pérdida de sus padres? ¿Era ese vacío que no podía llenarse? ¿Era aquella herida que ni el amor podía hacer sanar?

Ni siquiera siguió observando aquella terrible pintura que pronto olería a muerte. No quería sentir de nuevo el aroma a sangre que hacía dos años se había impregnado en sus ropas salido de la morgue. No quería. No quería. No quería. No quería. No quería. No quería.

Subió, ni siquiera consciente de hacerlo, solo como un instinto de barbarie emergente, salvaje como cualquier animal, atado en sus músculos rígidos e inertes, que respondían al patético estímulo de suplicio que por dentro quemaba y carcomía. Superó escalón por escalón, ni siquiera esperanzado, sino enojado. Iracundo por las mentiras que lo ahogaban. A estallar por los engaños que le habían acariciado el rostro tantas veces. Odioso por las toneladas de dolor que iban a matarlo pronto, junto con el cuerpo que caería. ¿Qué era ese mundo? ¿Qué era la gente, qué eran los corazones? ¿Delirios de belleza y plenitud bajo una profunda tendencia a la soledad? ¿Ilusiones masoquistas que bajo la máscara entierran puñales hasta la muerte? Sinsentido. Sinsentido. Todo era sinsentido. Él, la idea de protección del amor, el amor en sí mismo, el pasado, el presente, el futuro.

Se lo diría.

Él jodidamente se lo escupiría en el rostro, con los ojos inyectados de ira y el más profundo de los rencores gritando desde su garganta como agudo desasosiego.

Se aseguraría de mostarle su dolor, y así culparlo. Culparlo. Culparlo como no había podido culpar a Seokjin de su sufrimiento, de su tortura. Así su alma descansaría entre los vidrios rotos, ajeno a quedarse de nuevo sin aire por la culpa. Por el patético cargo de responsabilidad con el que había cargado, como ignorante amante, como impotente humano.

Privado de sus sentidos, y con presencia turbia pateó la puerta que daba a la azotea. Sus rodillas temblaron cansadas, y perlas de sudor se impregnaron en sus sienes.

Y cuando vio, por fin, esta nueva perspectiva, quiso desgarrarse. Quiso taparse el rostro y golpearse hasta estar inconsciente. Hasta no sentir. Hasta no ser él mismo.

Control «KookTae» ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora