58. En busca de justicia

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Odio profundamente lo que las prostitutas tenemos que soportar, el abuso y el menosprecio que nos toca aguantar día tras día. Nos tratan como si fuéramos la escoria de la sociedad, como si no tuviéramos valor alguno, como si mereciéramos cada golpe, cada insulto, cada humillación. Nos miran con desprecio, como si fuéramos menos que humanas, como si nuestra existencia no importara más allá de satisfacer los deseos más oscuros de un ser impuro. Es desgarrador ver cómo se desvanecen los sueños y las esperanzas de tantas mujeres, cómo se ven obligadas a soportar el dolor físico y emocional solo para sobrevivir. Y lo peor de todo es que el mundo sigue girando, indiferente a nuestro sufrimiento, como si nuestras vidas fueran invisibles, como si no importáramos.

Justo ahora estoy sentada en el camerino, tratando de contener las lágrimas mientras madame Esther desinfecta la cortada en la comisura de mi labio. El ardor es casi insoportable, pero trato de concentrarme en otra cosa, cualquier cosa que no sea el dolor.

—Lo lamento mucho, querida —dice madame Esther, con una tristeza genuina en sus ojos—. Ese cliente nunca se había atrevido a golpear a una de las chicas antes.

—Quiero denunciarlo a la policía —digo, con la voz temblorosa pero decidida.

Madame Esther suspira, y por un momento parece tan cansada como yo me siento.

—Puedes intentarlo, pero te advierto que será en vano. Ese hombre es un reconocido empresario, y, además, es uno de los mejores amigos del alcalde de Londres.

Me quedo en silencio, asimilando lo que me ha dicho. ¿Cómo es posible que alguien con tanto poder pueda hacer lo que quiera sin consecuencias? «Por favor, Miriam, bien conoces el nivel de injusticia que hay en este país». Lo que me parece extraño es que nunca haya atacado a las otras chicas. Tal vez ellas, al conocer la locura de ese hombre, obedecen y hacen todo lo que él les pida, y se quedan calladas porque saben que es intocable legalmente... Sí, probablemente sea eso.

Madame termina de desinfectar mi herida y se sienta a mi lado, poniendo una mano reconfortante en mi muslo.

—Este trabajo tiene sus riesgos, como cualquier otro, MIriam.

Asiento, aunque en mi interior no quiero aceptar esa realidad. No quiero vivir con miedo, ni ser una más de las que se callan y soportan. Quiero justicia, aunque sé que, en este mundo, la justicia es un lujo que pocas pueden permitirse.

—Necesito ir ya a denunciarlo.

—Está bien —responde madame Esther, con un suspiro—. No te preocupes, yo contactaré a tu próximo cliente y cancelaré tu última cita de la noche.

—Gracias, madame.

Mientras madame Esther se levanta para salir del camerino, me quedo pensando en mi próximo paso. No puedo simplemente dejar esto así, pero también sé que tengo que ser inteligente. Tal vez no pueda derrotarlo sola, encontraré la manera de hacerle pagar por lo que me ha hecho. Por ahora, tengo que sanar, tanto física como emocionalmente, y planear mi venganza con cuidado. Nadie, ni siquiera un amigo del alcalde, tiene derecho a tratarme así.

Llego a la estación de policía con el corazón acelerado y la determinación pintada en el rostro. Me estaciono, apago el motor y respiro hondo, intentando calmarme. La estación está iluminada por las luces de los postes, y el bullicio de la ciudad apenas se percibe a esta hora de la noche. Me bajo del coche y camino hacia la entrada, sintiendo cada paso como una declaración de mi propósito. Al entrar a la estación de policía, la fachada gris y monótona contrasta con mis tacones rojos, mi grueso abrigo de piel y mi vestido ajustado. Cada paso resuena en el pasillo, llamando la atención de los policías presentes. No es común que vean a mujeres bien vestidas a estas horas de la noche, y menos con una expresión tan decidida en el rostro.

De Prosti a CEO  - [Libro 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora