93. Boxing day y la agenda inesperada

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Al regresar a casa, nos apresuramos a encender el televisor justo a tiempo para ver el discurso de la Reina. Mi madre se sienta en el sofá, expectante, mientras papá se acomoda en el sillón, todavía con un brillo de emoción en los ojos por el paseo. Yo, por mi parte, tomo un lugar junto a mamá, sintiendo cómo la calidez de mi hogar contrasta con el frío que dejamos afuera.

El discurso transcurre en silencio reverencial, como cada año. Mamá asiente de vez en cuando, mientras papá murmura comentarios que respaldan las palabras de la Reina, manteniendo siempre ese respeto que, según él, «un evento de tal solemnidad merece». Cuando la transmisión termina, la calma se transforma en movimiento.

Nosotras, como en aquellas Navidades durante mi adolescencia, nos ponemos a preparar la cena navideña juntas. Mamá se mueve con soltura por mi cocina, como si la conociera de hace años, guiándome como lo hacía cuando era pequeña, mostrándome cada paso en la preparación de su famoso pavo relleno. Yo corto vegetales y le paso los ingredientes, absorbiendo cada instrucción con la misma atención que cuando era una niña. Mientras tanto, papá ha cambiado el canal para ver un partido de baloncesto, haciendo comentarios en voz alta sobre las jugadas, como si los jugadores pudieran escucharlo.

La cocina huele a nostalgia, mezclada con especias navideñas. Entre risas y viejas anécdotas, la cena va tomando forma: el pavo dorado, el cremoso puré de papas, las coles de Bruselas... todo desprende ese inconfundible olor a hogar. Cuando la mesa está lista, adornada con las coronas de papel y los crackers, nos reunimos para romperlos antes de empezar a comer, leyendo en voz alta las frases tontas entre carcajadas. Mamá insiste en que me ponga mi corona, y aunque siempre me resulta algo ridículo, cedo con una sonrisa. Nos sentamos, y el festín comienza.

Cada bocado está lleno de historia. Papá, como siempre, no deja ni un rincón de su plato sin limpiar.

—Este pavo está mucho mejor que el del año pasado —dice papá con la boca llena, provocando una sonrisa de orgullo en mamá.

—Por más que te burles y digas que somos malas cocineras, sé que en el fondo amas nuestros platillos —le responde mamá, con una sonrisa divertida.

Papá asiente con entusiasmo, claramente convencido de que es cierto.

Los crujidos de los crackers y el sonido de los cubiertos contra los platos llenan el comedor, pero detrás de todo eso, hay una tristeza latente. Sabemos que este momento es especial, y que pasará un tiempo antes de que volvamos a estar juntos de esta manera.

Cuando finalmente terminamos, el reloj ya marca tarde. Nos quedamos un rato más en la mesa, compartiendo recuerdos y algunos silencios que dicen más que las palabras. El momento de la despedida llega demasiado rápido.

Papá y mamá se levantan, y aunque intentan mantener una sonrisa, la tristeza en sus ojos es inconfundible. Nos abrazamos fuerte, sabiendo que las próximas veces que hablemos será a través de llamadas y cartas. Mamá me acaricia el rostro con una sonrisa llena de orgullo, pero con un brillo de tristeza.

—Te deseo lo mejor en tu nuevo trabajo, Miri —dice, su voz suave pero firme, como si intentara grabar esas palabras en mi corazón.

Nos abrazamos una vez más, y cuando me suelta, papá me observa en silencio. Antes de girarse hacia la puerta, su mirada se detiene en mi cuello, en el collar que me regalaron esta mañana. Se acerca y, con una sonrisa pequeña pero llena de significado, dice:

—Espero que los ojos del ave siempre permanezcan blancos.

Es su manera de decirme que espera que siga siendo una buena persona, una hija de la que siempre puedan sentirse orgullosos. Asiento, sintiendo el peso de sus palabras, y les digo adiós mientras los veo desaparecer por el umbral.

De Prosti a CEO  - [Libro 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora