90. Sentimientos conflictivos

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El desgraciado frente a mí espera que sucumba a su chantaje, pero no puedo permitirlo. No después de lo bien que me ha tratado Patric, uno de los pocos hombres que ha demostrado ser decente. No voy a dejar que lo humillen por mis vivencias del pasado. Mi mente corre buscando una solución. Respiro profundo y, con calma, le digo:

—No voy a entrar al baño contigo, no voy a caer en tu jueguito sucio. Tampoco voy a permitir que dejes en ridículo a Patric frente a todos.

El trigueño levanta una ceja, su sonrisa burlona se ensancha. Cree que tiene todo bajo control.

—¿Y cómo piensas evitarlo? —me dice en tono desafiante, acercándose un paso más—. Unas pocas palabras de mi parte, y tu perfecto disfraz se cae a pedazos. Solo pido un pequeño favor, cariño. No me hagas la noche difícil.

Este tipo no va a ceder solo porque le pida que me deje en paz. No es de los que se compadecen de su prójimo. Entonces, debo usar las cartas que tengo, aunque no sea mi estilo. A veces, las palabras que uno no quiere decir son las que terminan salvándonos.

—¿Sabes qué? —empiezo, con una sonrisa que no llega a mis ojos—. Tú crees que con un miserable chisme ya me tienes en tus manos, ¿verdad? Crees que solo porque me conociste en un club puedes chantajearme y hacerme bailar a tu ritmo. Pero te olvidas de algo muy importante... El mundo en el que me he movido no es cualquier mundo. Y la gente que he llegado a conocer, tampoco.

Él me mira con esa arrogancia que me crispa, pero noto una pequeña duda en su expresión.

—Trabajar en el club me ha dado contactos —continúo, dando un paso hacia él, ahora más cerca—. Y créeme, esos contactos no son personas a las que quieres enfadar. Son hombres a los que respeto y que me respetan, hombres peligrosos que no tolerarían que alguien intentara aprovecharse de mí. —Mi voz baja, apenas un susurro, pero cada palabra está cargada de intención—. Si llegara a hacer una llamada o levantar una queja, podrían hacer desaparecer a alguien como tú con un simple chasquido de dedos.

Su expresión se endurece, pero veo un destello de inseguridad en sus ojos. Lo tengo.

—Puta de mierda ¿Te atreves a... a amenazarme? —dice, aunque su tono ya no es el mismo.

Mis ojos se clavan en los suyos con cinismo puro, y la curva de mis labios lo desafía en silencio.

—Quédate con la última palabra, yo me quedo con la última sonrisa.

Me doy la vuelta, dándole la espalda, sintiendo cómo la tensión en mis hombros se disipa. No es lo que me gusta hacer, pero en este mundo, a veces, las amenazas son la única defensa. Rápidamente abro la puerta del baño y la tranco con seguro, me siento en el inodoro y analizo si realmente he ganado esta batalla... Espero y no se atreva a decir algo.

Cuando regreso junto a Patric, una sensación de alivio me recorre el cuerpo. El idiota aquel ya no me mira como antes; su actitud ha cambiado, ahora parece más cauteloso, sus ojos cargados de recelo en lugar de esa confianza desbordada con la que me enfrentó antes. Ya no se siente la amenaza colgando sobre mí, y puedo relajarme un poco.

El resto de la tarde transcurre con una fluidez inesperada. Patric sigue a mi lado, atento y siempre manteniendo la conversación ligera. Compartimos bocadillos y brindamos por lo que sea que celebren aquí. Los amigos de Patric parecen haberse integrado a la velada sin mayor complicación, y yo respiro un poco más tranquila. Todo parece haber vuelto a la normalidad.

La noche cae, y uno a uno, los invitados comienzan a despedirse. Las luces del salón se atenúan, y el ambiente festivo va desvaneciéndose. Patric, aún tomado de mi mano, me sonríe con esa calidez que le caracteriza, una mezcla de cortesía y algo más íntimo. Sé lo que sigue, lo puedo leer en sus ojos antes de que siquiera abra la boca.

De Prosti a CEO  - [Libro 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora