69. Una Visita Inesperada

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La televisión está inundada de comerciales navideños. Cada canal se llena de anuncios que promocionan juguetes, ropa elegante para las fiestas de fin de año y melodías pegajosas de la temporada. Las luces brillantes y las imágenes festivas invaden la pantalla, mostrando escenas de familias felices decorando árboles, niños emocionados abriendo regalos, y parejas disfrutando de cenas a la luz de las velas. Es un constante recordatorio de que la Navidad está a la vuelta de la esquina, y cada anuncio parece competir por capturar el espíritu de la temporada con más entusiasmo que el anterior. Los jingles navideños y las voces alegres de los presentadores resuenan en la casa, creando una atmósfera de anticipación y celebración inminente.
—¿Tienes pensado decorar el apartamento esta Navidad? —me pregunta Giovanni, ajustándose los cordones de sus zapatos mientras está sentado en uno de los sofás de la sala.
—Eh... Supongo que no estaría mal —respondo, sentada a su lado con una taza de café en la mano. Mi cabello aún está mojado; me di un baño antes de que lo tomara Giovanni—. ¿Y tú? ¿Vas a decorar tu mega mansión? Supongo que sí; digo, tienes a un niño viviendo contigo.
—Por supuesto, quiero que sea la mejor Navidad para Dimitri. Ya contraté a una empresa especializada en decoraciones.
—Oh... Yo también podría contratar una... —digo, pensativa.
—No seas tan vanidosa, por favor. Este apartamento lo puede decorar tú sola.
—No soy buena decorando, Giovanni.
—Si decoras igual que cocinas, entonces mejor contrata a alguien más —dice entre risas, y eso me pone de mal humor; no me gusta que se burlen de mis faltas de habilidades.
El timbre de la puerta suena, interrumpiendo nuestro intercambio. Le lanzo una mirada matadora a Giovanni, quien aún está sonriendo por su broma, y me levanto para abrir la puerta. Camino con determinación, sintiendo el humor ácido recorrerme, y giro la perilla. Frente a mí aparece Débora, la chica de la limpieza, con su cabellera lacia e impecable, y una sonrisa que refleja una amistad de confianza.
—¡Buenos días, patrona!
Pongo los ojos en blanco, ya estoy harta de que me llame así.
Débora pone un pie dentro de mi apartamento y enseguida se detiene al ver a Giovanni. Sus ojos se agrandan y se llenan de preguntas.
—¿Y ese bombón quién es? —susurra con curiosidad.
—Una noche con patas —respondo con una sonrisa pícara.
—¡Oh, comprendo! —reacciona, dándome un codazo en el brazo con suspicacia—. Preséntamelo.
De pronto, mi respiración se vuelve más pesada. Presentar a Débora a un mafioso como Giovanni podría no ser una buena idea. Miro a Giovanni, quien examina a Débora de arriba abajo. Es imposible que esta chica pase desapercibida con su espectacular figura.
Paso a un lado de Débora y ella me sigue, ambas nos detenemos frente a Giovanni.
—Giovanni, te presento a Débora. Ella es quien me ayuda con la limpieza de la casa.
Débora, con una sonrisa coqueta, levanta su mano y Giovanni se la estrecha, devolviéndole la coquetería.
—Un placer conocerte, Débora.
Esto es incómodo, demasiado incómodo para mí.
—Eh... ¿Ya desayunaste, Débora? —pregunto.
Ella me mira y, sin soltar la mano de Giovanni, responde:
—Comí un emparedado antes de venir, pero se me antojaron unos huevitos —vuelve a mirar a Giovanni con picardía—, pero no tenía en mi apartamento.
La tensión y la picardía entre ambos empiezan a revolverme el estómago.
—No tengo huevitos, pero sí una caja de cereal. Ve a la cocina y aliméntate bien, no quiero una desmayada en mi apartamento —le ordeno, tratando de mantener la compostura.
Débora suelta la mano de Giovanni y se dirige a la cocina, caminando de la manera mas sensual posible, mientras yo me quedo mirando la situación con una mezcla de irritación y desconcierto. Giovanni sonríe divertido, y yo respiro hondo, intentando calmarme.
Regreso al sofá donde estaba sentada, junto a Giovanni. Apenas me siento, él se me acerca para susurrarme:
—¿Qué edad tiene la chica?
—¡Ni se te ocurra, Giovanni! —me exalto en el mismo tono, casi susurrándole.
—Pero es mayor de edad, ¿verdad? Digo, no te atreverías a poner a trabajar a una menor de edad.
—Por supuesto que es mayor de edad.
Giovanni sonríe con malicia y desvía la mirada hacia la cocina, buscando a Débora. Siento que me hierve la sangre.
—¡Mantén tus intenciones pecaminosas lejos de esa chica!
—¿Por qué?... ¿Celosa, Douglas?
—Puedes hacer lo que se te dé la gana con cualquier otra chica, pero con Débora no. Es una buena chica.
—Hasta la chica más buena del mundo merece que un hombre generoso se ofrezca a apagarle el fuego.
—¡Giovanni! —le reprendo, mi tono un poco más alto, pero todavía tratando de mantener la discreción.
Giovanni se ríe y se recuesta en el sofá, con una mirada desafiante y un aire de diversión. Mi corazón late con fuerza, pero solo de ira. Volteo a ver a Débora en busca de señales que me confirmen si ha escuchado algo de nuestra conversación. Ella me sonríe con una expresión inocente, aparentemente desentendida de lo que estamos hablando. Suspiro, aliviada. Menos mal que no ha captado nada de la tensión que hay entre Giovanni y yo.
Tres golpes en la puerta me ponen en alerta; no esperaba más visitas hoy. Comparto una mirada de intriga con Giovanni antes de levantarme para abrir. Al hacerlo, me encuentro frente a frente con Murgosia Hikari.
—¿Murgos?... Vaya sorpresa. Por favor, pasa.
La despampanante y elegante rubia entra a mi apartamento, resonando sus tacones sobre las baldosas. Su fragancia cara queda flotando tras sus pasos, mientras contempla rápidamente mi apartamento, sus ojos se posan sobre las esculturas de guacamayos y después se topan con los ojos de Giovanni, quien la observa asombrado. Él debe reconocerla: la dueña del club que frecuenta. Luego, Murgos fija sus ojos en Débora, la chica de escote pronunciado y minifalda de jeans que está en mi cocina, metiéndose una cucharada de cereal a la boca. Esa mirada curiosa es la misma que Murgos me dedicó la primera vez que nos conocimos. Pero gracias a todos los cielos, Murgos no le presta más atención a Débora y regresa su mirada a mí.
—¿A qué se debe tu visita? —le pregunto, todavía desconcertada por verla aquí.
—Necesitamos hablar, Miriam... En privado, por favor —responde Murgosia con seriedad.
—¿Clientes?
—Stevan Evans —pronuncia su nombre con una frialdad y amargura que me hace estremecer, como si una ola de escalofríos recorriera mi espalda.
Dirijo una mirada rápida hacia Giovanni, quien también parece tenso y expectante al escuchar el nombre. Se acomoda mejor en el sofá, erguido y atento, claramente interesado en los detalles de la conversación que Murgosia está a punto de iniciar.
—Claro, podemos charlar en el balcón, si gustas —respondo, señalando la puerta que da al exterior.
Murgos me sigue hasta la puerta que da al balcón, cada taconazo resonando en el silencio incómodo como un latido acelerado en mi pecho. Abro la puerta y le cedo el paso, saliendo después y cerrando tras de mí. El frío de la mañana apenas se hace sentir, apenas una brisa leve, mientras el bullicio de la ciudad sirve de fondo sonoro.
—Conoces a Stevan Evans, Miriam. Lo sé. Pude verlo en tu rostro cuando mencioné su nombre —dice Murgosia, su tono serio y directo corta el aire entre nosotras.
—Sí, lo conozco... Lo he visto en el club.
Murgos hace una pausa, como si le costara continuar, y luego prosigue con voz entrecortada:
—A-Anoche fui atacada por un grupo de sicarios. Interceptaron la camioneta, me durmieron con cloroformo y aturdieron a Carls. Se llevaron a Stevan. Cuando desperté, Carls estaba tirado en la calle, inconsciente, pero Stevan había desaparecido. Al llegar a la mansión, encontré a mi hija dormida y sana, no había rastro de enfermedad —la voz de Murgos se carga de ira mientras relata los eventos—. Me engañaron. La niñera me contó que la amenazaron con matar a su madre... Estoy furiosa, Miriam.
—¿Y qué tengo que ver yo en todo esto? —pregunto, con voz trémula.
—Stevan apareció desangrado frente al portón de mi residencia. Estaba inconsciente, con las manos amputadas y una nota peculiar en el pecho, formada con letras recortadas de revistas. Decía: Por violador.
—Qué horror...
—Lo llevamos al hospital, y esta mañana despertó aterrado al recordar que se había quedado sin manos y, aparentemente, sin pene. Lo primero que hice fue preguntarle a quién había violado, y respondió: a muchas. Le hice otra pregunta: ¿quiénes fueron sus últimas víctimas? Y entre ellas estaba la amiga de Mimarie.
—Mierda... —me paso la mano por la cabeza, angustiada y un poco asustada por la mirada asesina de Murgos, que está furiosa.
—¡¿Por qué no me lo dijiste?! ¡Por qué, Miriam!
—¡Quería decírtelo! Pero...
Detengo mis palabras, no puedo contarle que fui yo misma quien buscó venganza por mi amiga. No puedo decirle que soy responsable de que ese hombre esté en ese estado.
—¿Pero?...
—Mi amiga me pidió que aún no lo hiciera, que ella quería hablarlo con Stevan. Tal vez si él se enterara de su embarazo, podría hacerse cargo económicamente de su hijo.
—¿¿E-Embarazo, Miriam??
—Danna está esperando un hijo de Stevan.
Murgos empieza a rascarse la cabeza y a pasearse por todo el balcón, angustiada y preocupada.
—Este tipo merecía sufrir desde hace mucho tiempo, Miriam —dice, con desilusión en su voz, sorprendiéndome con esa repentina reacción—. Me siento responsable de haber puesto a las chicas frente a tanto peligro... ¡Un maldito violador dentro de mi casa, en la casa de mi pequeña Delancis!
Murgos da un suave golpe sobre la baranda del balcón, un intento de desahogo.
Me acerco por detrás y rodeo sus hombros con mi brazo.
—Necesitas hablar con Delancis, Murgos. Intenta averiguar si ese hombre intentó hacerle algo a tu hija.
Murgos asiente repetidamente, muy angustiada.
Me siento devastada, atormentada por el miedo de lo que Delancis podría contarle a Murgos. Nunca se me pasó por la mente que la pequeña hija de Murgos podría estar cerca de ese hombre, que no fuera Murgos quien corría el mayor peligro, sino su hija. ¡Maldición! Debí haberle dicho a Murgos cuanto antes.
Murgos fija sus avellanos ojos en los míos, la luz matutina del sol resaltando sus finos rasgos holandeses, haciendo más dorada su cabellera y más intensos el color de sus ojos.
—Me siento responsable por Danna... Stevan nunca podrá hacerse cargo económicamente, ahora ni siquiera puede sostener un arma. Aquel hombre es un desdichado.
Murgos tiene razón, Stevan nunca podrá hacer frente a todos los gastos que están por venir.
—Maldición... —me cubro el rostro con las manos. Yo también soy responsable de todo esto.
—Siento mucha pena por ella... Miriam, me haré cargo económicamente. Llevaré a Danna a vivir a la mansión Hikari.

De Prosti a CEO  - [Libro 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora