Ken Sato se levantaba cada día con el sol, sus manos ásperas y llenas de callos eran testigos del arduo trabajo en los campos. Pero ese año, la cosecha había sido mala. La sequía había dejado las tierras estériles, y sus deudas con los prestamistas locales habían crecido tanto como su desesperación. Temía por su hija Emi, una niña de apenas cinco años, cuyo rostro inocente era su única razón para seguir luchando.
Una noche, mientras Ken estaba sentado en el porche de su humilde casa, escuchó el sonido de cascos en la distancia. Se levantó, alerta, y vio a un jinete acercándose lentamente. La mujer montaba un imponente caballo negro y llevaba un sombrero ancho que ocultaba su rostro en sombras. A medida que se acercaba, el aire se volvió más frío y un escalofrío recorrió la espalda de Ken.
—¿Quién eres? —preguntó Ken, su voz temblando de miedo.
—Soy el Charro Negro —respondió la jinete, con una voz profunda y resonante—. He venido a hacerte una oferta.
Ken sintió cómo su corazón latía con fuerza. Había oído historias del Charro Negro, un espíritu que ofrecía tratos a aquellos desesperados lo suficiente para aceptarlos.
—¿Qué quieres de mí? —Ken preguntó, su voz apenas un susurro.
El Charro Negro desmontó de su caballo y se acercó a Ken, su presencia imponente y aterradora.
—Te ofrezco una salida, Ken Sato. Si aceptas ser mi amante por una noche, si me complaces, te llevaré a ti y a tu hija al inframundo. Vivirán sin sufrimiento, llenos de riquezas y poder.
Ken miró a su alrededor, la desesperación apoderándose de él. Sus campos estaban marchitos, sus deudas insuperables. No veía otra salida, pero el precio que debía pagar era alto. Miró al Charro Negro, su mente en un torbellino de miedo y desesperación.
—Acepto —dijo finalmente, su voz quebrada—. Haré lo que me pides.
Esa noche, Ken y el Charro Negro se retiraron a la pequeña habitación de Ken. El aire estaba cargado de una tensión palpable, y el miedo en los ojos de Ken era evidente. Pero mientras pasaban las horas, algo inesperado comenzó a suceder. El Charro Negro, acostumbrado a la frialdad y al poder, comenzó a sentir algo que no había experimentado en siglos: una extraña calidez en su corazón. La desesperación de Ken y su amor por su hija tocaban una fibra sensible en el ser inmortal.
Al amanecer, el Charro Negro se levantó, mirando a Ken con ojos diferentes. No había visto tal valentía y amor desinteresado en mucho tiempo.
—Ken, has cumplido tu parte del trato, pero no te llevaré al inframundo —dijo el Charro Negro, su voz menos severa—. En lugar de eso, te dejaré con una bendición.
Con un gesto de su mano, el Charro Negro hizo que los campos de Ken florecieran como nunca antes. Las plantas crecieron fuertes y saludables, y los frutos eran abundantes. Las deudas de Ken fueron saldadas y sus acreedores, misteriosamente, olvidaron todo lo que Ken les debía.
—Tu amor por tu hija y tu valentía me han conmovido —dijo el Charro Negro—. Tú y Emi serán mi debilidad. Si alguna vez necesitas mi ayuda, llámame, y estaré a tu lado.
Con esas palabras, el Charro Negro montó su caballo y desapareció en la madrugada, dejando a Ken y Emi con un futuro lleno de esperanza. Aunque había temido por su vida y la de su hija, Ken había encontrado en esa oscura figura una inesperada salvación y una extraña protectora que velaría por ellos en las sombras.
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