*:Rey de Japón está enamorado de una esclava extranjera.
Amor.
Obsesion.
Egoismo.
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En los salones del majestuoso palacio del emperador Ken Sato, las celebraciones eran tan lujosas como ostentosas, reflejo de su propio ego desmedido. Conocido en todo Japón por su temperamento explosivo y su narcisismo insoportable, su sola presencia hacía temblar a nobles y sirvientes. Esa noche, la música suave de koto y shamisen flotaba en el aire, mientras Ken observaba a sus invitados con ojos altivos, disfrutando del temor que generaba.
Entre el bullicio y las risas forzadas de la corte, un hombre misterioso, cubierto de pies a cabeza con una capa oscura, se acercó al emperador. En sus manos traía una pequeña joya verde, brillando como las esmeraldas más puras. Ken, siempre hambriento por aumentar su colección de riquezas, extendió su mano sin dudar para aceptar el obsequio. No obstante, el hombre encapuchado sonrió y señaló algo mucho más grande que estaba siendo traído al centro de la sala, cubierto por una manta blanca.
Con un movimiento rápido, el hombre retiró la tela, revelando a una mujer de una belleza deslumbrante. Su piel era tan oscura como la noche, su cabello salvaje y abundante caía en cascadas sobre sus hombros, y su altura era imponente. Pero lo que capturó por completo la atención de Ken fueron sus ojos: verdes, profundos, como las joyas de jade más preciadas que jamás había visto.
El emperador, sin pensarlo dos veces, aceptó el "regalo". Ordenó que llevaran a la mujer a su palacio personal, donde sería suya y solo suya.
Al entrar en su cuarto privado, encontró a la mujer amarrada a la cama, sus ojos reflejando miedo y angustia. Comenzó a hablar en un idioma desconocido para él, palabras rápidas y desesperadas que no comprendía. Sin embargo, algo en su mirada hizo que Ken, por primera vez en mucho tiempo, sintiera algo diferente. En un gesto inusual para alguien tan arrogante, la desató. Se quedó mirándola fijamente, incapaz de apartar los ojos de su exótica belleza.
Desde ese momento, la mujer de ojos de jade se convirtió en la obsesión del emperador. A pesar de que ella se negaba a comer, a mirarlo o siquiera a tocarlo, Ken, sorprendentemente, no perdió la paciencia. Su habitual frialdad comenzó a disiparse. El hombre que antes exigía todo y a todos con un solo grito, ahora se mostraba sereno, casi sumiso en su intento de ganarse la confianza de la enigmática mujer.
Los sirvientes, acostumbrados al carácter cruel y despótico de Ken, comenzaron a notar el cambio. Incrédulos, se preguntaban cómo esa mujer de piel como la noche había logrado lo que nadie en años: transformar al emperador. Poco a poco, a través de gestos y señales, la mujer y Ken comenzaron a entenderse. Conversaban, a su manera, sobre sus tierras, sus culturas, sus vidas tan diferentes. Aunque ella no comprendía el idioma del emperador, podía ver en sus ojos una sinceridad que poco a poco la hacía sentirse segura.
Con el paso de los días, el emperador ya no miraba a su esclava con deseo egoísta, sino con una devoción profunda. Los lujos, las caricias y las sorpresas que le ofrecía no eran simples gestos de poder, sino actos de un hombre perdidamente enamorado. Aunque ella, al principio, solo veía en Ken a un amigo, ignorante de las palabras de amor que él le susurraba, poco a poco fue cediendo, sin darse cuenta, al encanto de su nuevo mundo.