Cuatro

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Luego de esa ocasión, el extraño y alto personaje con acento británico siguió viniendo cada madrugada, por alrededor de dos semanas. Amelia lo había presenciado porque ella decidió tomar únicamente los turnos de la noche, ya que el pago por hora era un poco mejor.

Las deudas ameritaban el trabajo extra.

Él llegaba y decía un "hola" con tono de interrogación, ella venía desde la cocina y saludaba de vuelta, el hombre le pedía un café pequeño, con tapa y sin pajilla, pagaba con dos dólares y le decía que guardara el cambio, entonces ella asentía, le servía el café y se iba a la cocina o se ponía a barrer el local.

En ocasiones él le dirigía un par de miradas curiosas, al igual que ella lo hacía, y siempre, mientras Amelia no observaba, Tom metía veinte dólares en su frasco de las propinas y se iba de manera silenciosa, hasta que, delatándolo una vez más, la campanilla de la puerta sonaba y ella se daba cuenta de que había vuelto a huir.

De ese modo era cada noche.

Él la miraba como si ella fuese interesante.

Y ella lo observaba con cansancio.

Sin querer, Amelia se acostumbró a sus visitas, y de cierto modo, cuando Tom tenía un día muy difícil y extenuante, con el cuerpo lleno de ganas de estrangular a su director, solo deseaba que todo acabara de una vez, para llegar a ese pequeño local en medio de la nada, en donde se sentía tranquilo y en paz, y creía que al menos una persona lo miraba con normalidad y hasta indiferencia, además de otras cosas que recorrían su mente al observar a la mujer.

A veces venía con un libro bajo el brazo o con un grueso montón de hojas que parecía estudiar en silencio mientras bebía su café.

Nunca mantenían conversaciones de más de cinco palabras, pero en el interior de cada uno, el contrario causaba cierto nivel de duda, interés y curiosidad.

El clima.

Una canción que sonaba en la radio, mientras nadie ponía real atención a las palabras que la conformaban.

Lo oscura que parecía una noche por no haber luna visible en el cielo.

A partir de eso quizás llegaron a intercambiar algunas palabras más, pero nada profundo.

Esa nueva noche, cuando eran las tres de la mañana con ocho minutos, la campanilla de la puerta sonó anunciando así a un cliente.

Ella sabía que era él.

—¿Hola? —habló Tom aproximándose a la registradora.

Ella se avecinó desde atrás.

—Buenas noches, ¿Cómo puedo ayudarte? —interrogó, como cada noche, pero aun así fingiendo jamás haberle visto.

—Un café, por favor. Grande, con tapa y sin pajilla, si no fuese mucho pedir... —habló arrastrando las palabras.

—¿Noche difícil? —dijo ella a la vez que tecleaba algunas cosas en la máquina registradora.

Él la esculcó con la mirada lentamente, como cada una de las otras noches.

—Sí, —habló soltando un áspero suspiro—. Amerita un café bien grande.

—Suerte con eso. —respondió ella mientras se imprimía el recibo.

—Gracias...

Arrancó la boleta y se la extendió, ya sabía con cuanto iba a pagar, no era necesario esperar a que le diera los dos dólares para tipearlos en la registradora.

Panacea UniversalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora