Ciento catorce

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Habían pasado dos semanas desde que Ben tuvo el accidente, y había estado en casa desde entonces, en completa soledad, solo saliendo para ir al supermercado e ir a curaciones.

Pasaba los días acostado, y había sido bastante complicado para él hacer todas las labores que antes hacía con normalidad, ya que tenía la estricta indicación médica de hacer el menor esfuerzo posible, y de tener el brazo fijo en la misma posición en todo momento.

—A lo menos fue el izquierdo... —musitó mientras se preparaba una taza de té.

Miró hacia un lado, y vio la taza de Amelia, la cual estaba en una esquina, y cualquier movimiento brusco podría haberla hecho caer, así que la tomó, y guardó en un anaquel.

La extrañaba demasiado, y se odiaba por eso, porque lo había traicionado de una manera que solo vio en sus pesadillas, y se sentía una basura desde que lo supo.

Además, estaba embarazada.

Jamás había llegado a tener el deseo de tener hijos, hasta que se enamoró de ella, y no podía aceptar la idea de que fuera a tener un hijo de alguien más, sobre todo si aquella persona era Tom, el maldito Tom.

Se acomodó en un sofá, para tratar de obtener un poco de alegría en esa solitaria hora del té que estaba teniendo.

De pronto escuchó cómo un auto se estacionaba fuera de la casa.

Se levantó con cierta molestia, ya que acababa de sentarse, y caminó hacia la ventana para ver de quién se trataba.

Antes de llegar, ya habían tocado la puerta.

Al abrirla, se encontró con la persona que menos habría esperado.

—Beatriz... —saludó un delgado Tom, que lo miraba inexpresivamente.

—¿Qué quieres? —Ben preguntó molesto.

—¿Puedo pasar? —inquirió él alzando las cejas.

El inglés, más apegado a su cortesía que a su odio, se hizo a un lado, permitiéndole la entrada.

—Es una casa hermosa... —habló Tom mirando el lugar.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó él con rabia—. Ya te lo llevaste todo... no tengo nada más que pueda interesarte...

—Veo que Amelia te lo ha dicho... —musitó sentándose en una silla con dificultad.

—Me lo ha dicho todo... —dijo Ben con un tono molesto.

El actor suspiró hondamente.

—Supe que tuviste un accidente... salió en el diario... —comentó Tom—. ¿Cómo va eso?

—¿De verdad te interesa? No lo creo... ahorrémonos toda esta conversación intermedia, que, por cierto, me resulta sumamente innecesaria y molesta. —habló con rapidez—. ¿Qué demonios quieres?

—Me voy a morir... —dijo el actor bajando la mirada—. Puede que sea en cinco minutos, de camino a casa, o mañana, pero algo es seguro... será dentro de poco...

El matemático lo miró con seriedad.

—Amelia es el amor de mi vida... —Tom susurró con tristeza—. Pero yo no soy el de la suya, eso es seguro... porque ese eres tú...

Benedict le dio la espalda, y caminó hacia una ventana para mirar a través de esta.

—No hubo ni un solo día en que no me hablara de ti, ¿sabes? —murmuró Tom con una sonrisa apenada—. Me contó sobre sus viajes, como cuando fueron a acampar y pescaron un salmón... o cuando se perdieron en Bakú por dos horas, y nadie podía darles una indicación decente, porque nadie hablaba inglés... o cuando casi le sacan una multa a ella por mascar chicle en Singapur, ya que no sabía estaba prohibido... me relató tantas cosas... y de una forma que me destrozaba el corazón, porque me hacía ver que contigo había encontrado todo lo que de verdad necesitaba para ser feliz, no lo que yo creía que ella necesitaba para sentirse así... hay una gran diferencia entre ambas cosas, ¿lo sabes?

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