Cuarenta y seis

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Amelia terminó la evaluación cinco minutos antes del tiempo total, y se despidió del doctor Spencer, quien le dijo que podía esperar a que revisaran su prueba, que estaría lista en menos de una hora, ya que el chequeo de las respuestas era hecho de manera automatizada.

La mujer aceptó aquello, y fue en dirección a la biblioteca principal de la facultad, para esperar mientras leía algo.

Al entrar, notó que había varias personas dentro. Se acercó hasta el escritorio de un bibliotecario y le consultó por un título. Él se lo entregó en dos minutos.

—Si quieres estudiar tranquila, puedes pedir una logia... —le dijo el hombre.

—¿Una logia? –preguntó ella.

—Sí, es una pequeña sala de estudio, siempre se ceden a más de dos personas, para trabajar tranquilos, pero en este caso, puedo darte una solo para ti, ya que no hay demasiada demanda...

—Sería genial, gracias...

El señor le dio una llave, y le enseñó por donde debía ir para llegar.

La chica caminó por un pasillo, siguiendo las indicaciones del sujeto, y se encontró con varias puertas, que señalaban las distintas salas de estudio, o logias, como le llamaban en aquella universidad.

Miró su llave, y se dio cuenta de que era la número cuatro.

Abrió la puerta de la cuarta sala, y puso el libro sobre la mesa. Aprovechó de sacar uno que traía en su mochila y lo puso sobre el anterior.

Se iba a sentar, pero justo antes de hacerlo, notó que un tipo estaba allí dentro, de pie frente a un largo pizarrón, el cual estaba lleno de números y símbolos matemáticos.

—¡Oh, lo siento, pensé que estaba desocupado! —dijo mirándolo con vergüenza.

El hombre no dijo nada, solo la observó inexpresivamente por dos segundos, y se volvió a girar en dirección al pizarrón.

Amelia tomó sus cosas para salir de ahí.

—¿Cuan habladora eres? —preguntó el sujeto, con un profundo tono de voz.

Ella se quedó estática por un momento.

El tipo ni siquiera se había vuelto a girar para mirarla, de hecho, siguió escribiendo números sin inmutarse en absoluto.

—Te hice una pregunta. —volvió a arremeter contra ella, con un disciplinado tono.

—No mucho cuando estudio...

—Bien... —murmuró, y volvió a callarse.

Ella colgó su mochila en el hombro izquierdo, con la clara intención de marcharse.

—He dicho "bien", —habló en su dirección, mirándola inexpresivo—. Puedes quedarte...

—Es mejor que me vaya, se ve que estás ocupado y no quiero...

—Solo siéntate. —habló volviendo a centrarse en sus cálculos.

Amelia lo miró raro por algunos segundos, para después sentarse y abrir el libro que había solicitado.

Estuvo leyendo, anotando en su cuaderno, y resolviendo algunos ejercicios por largos minutos. Decidió quedarse, porque, para ser sinceros, le daba vergüenza volver a pedir otra llave. Fue un largo rato en que estuvo concentrada solo en lo suyo, hasta que no pudo aguantar la tentación de observar los cálculos que el sujeto hacía en la pizarra.

—¿Qué? —preguntó él, de manera ruda.

Ella lo miró algo espantada.

¿Cómo supo que ella observaba, si no se había vuelto girar?

—Nada... —terminó por responder.

—Me interrumpes. —ahora la miró.

—Yo no he dicho nada. —respondió algo enojada.

—Estás analizando, es molesto.

—Pues discúlpame por pensar, mentecato...

Él alzó una ceja.

—Te consideras muy inteligente, ¿verdad? —se acercó a su mesa.

Ella lo miró hacia arriba.

—Yo diría que sí. —respondió firme.

El inglés le extendió el blanco trozo de tiza.

—Sigue tú.

Ella lo miró seria.

—No puedo... —dijo Amelia.

Él soltó una risa, y volvió a girarse hacia sus cálculos.

—Ya lo había imaginado. —murmuró él.

—Por supuesto que no puedo seguir resolviendo un problema que está mal resuelto desde el tope...

El hombre la miró ofendido.

—¿Mal resuelto? —inquirió, ahora tratando de parecer divertido.

Puso la tiza sobre el libro de Amelia.

—Enséñame entonces. —pidió.

Amelia se levantó y tomó la tiza, acercándose a la pizarra bajo la atenta mirada del inglés.

—Justo aquí... —señaló con su mano—. Olvidaste el coeficiente de resistividad, genio. Tu ecuación física no tiene sentido sin eso...

Amelia encerró en un largo circulo el punto de partida del error, dejó la tiza sobre otra mesa, y volvió a sentarse, para centralizase en sus propios cálculos.

El hombre se acercó a la pizarra, y comenzó a mirar los números en silencio.

Pasó un rato, y Amelia recibió un mensaje en su celular.

Era de Philip, y le informaba que sus resultados estaban casi listos, así que podía ir por ellos en diez minutos a su oficina en el tercer piso.

Amelia guardó sus cosas y se fue de allí, dándole una última mirada al sujeto, para darse cuenta de que seguía resolviendo la ecuación sin hacer caso de lo que ella le había dicho.

Lo que ella no supo, es que apenas abandonó la sala, él tomó el borrador y eliminó todos los números que había escrito, con recelo y cierto enfado.

—Mierda... —murmuró mientras borraba.


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✒Mazzarena

Panacea UniversalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora