Cincuenta y siete

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Era la mañana del tercer sábado de noviembre, y Amelia estaba abrazada al tibio cuerpo de Tom, mientras él dormía profundamente.

La mujer no podía evitar mirar la foto de la madre del británico, esa que estaba sobre un mueble, junto al Oscar que ella le había regalado, y tantos otros galardones que en su base tenían grabado el nombre de Tom.

La dama de la foto la observaba con rostro comprensivo, como si entendiera que ella no la estaba pasando bien.

No sabía qué pensar, las situaciones la asfixiaban, tenía dos exámenes el lunes, y el resto de su semana también yacía plagada de obligaciones, eso la ponía demasiado ansiosa.

Decidió levantarse e ir a su habitación.

Necesitaba tiempo a solas.

Con cuidado se despegó del inglés, que solo se dio vuelta y siguió durmiendo cuando ella se levantó.

Durante el último tiempo, Tom había mostrado una faceta inimaginable para la mujer. Era bastante celoso y controlador con ella, ni siquiera se había atrevido a contarle que estaba trabajando en un proyecto junto a Ben, eso lo habría hecho enojar, era seguro. Se molestaba cuando hablaba con Omar o Jane, o con cualquier otra empleada, no se imaginaba su reacción al saber que cada día se reunía a solas con un hombre en su oficina, para intentar resolver un problema matemático.

En un inicio, el británico se mostró protector, y eso era algo que le pareció lindo a Amelia, una joven despreciada desde muy pequeña, se veía protegida y amada por un hombre maravilloso, pero con el paso del tiempo, las cosas tomaron un sendero distinto al que ella imaginó.

El día de ayer le había hecho una nueva escena, no fue tan grave, pensó ella, pero de todos modos la lastimó.

Fueron a cenar a un restaurante por ser viernes, y un sujeto ebrio, quien se notaba vivía en situación de calle, y no estaba en sus facultades, la había piropeado a la salida del local, Tom le había dado un empujón, haciéndolo trastabillar, y la había jalado del brazo con fuerza hacia él, lo cual le había dolido bastante.

Pelearon en el auto de vuelta a casa, pero él la supo manejar, siempre sabía cómo hacerlo, y esa noche habían vuelto a dormir juntos, pero Amelia no olvidaba, aunque por fuera se viera como la misma mujer, las cosas no se evaporaban de su mente.

Llevaba casi tres meses viviendo con él, lo conocía desde hace ocho, y le costaba mucho entender cómo era posible que las cosas pudieran cambiar tanto en tan poco tiempo.

Se dio una ducha tratando de pensar en su vida, si la forma en que estaba viviendo era correcta, o si era mejor renunciar a todo y volver a Estados Unidos para comenzar desde cero otra vez.

Esa no le pareció la mejor opción.

Estaba trabajando muy bien con Benedict, habían avanzado bastante en la resolución de la conjetura de Poincaré, más que en ningún otro problema, además sabían complementarse bastante bien, si uno se estancaba, el otro lo jalaba hacia el exterior del agujero de la incomprensión, y juntos seguían resolviendo, aunque fuese a paso lento, y hubiese varias discusiones, y acalorados debates de por medio.

Luego de salir de la ducha, se quedó largos minutos envuelta en una toalla, mientras sentada en su cama miraba por una ventana.

—Todo está bien... —murmuró.

Mentira.

—Todo estará bien... —prefirió decir.

¿Cuántas veces se había repetido aquello en voz alta?

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