Capitulo 76

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Camino por las calles desiertas sin saber adónde ir. Emocionalmente estoy fuera de juego. No puedo ir a casa de Lingling y Orm, allí está Song y le  avisarán a Freen. Si llamo a Faye, ocurrirá lo mismo. No me apetece que nadie opine ni se meta en nuestra discusión.

De pronto aparece un taxi y no lo dudo: lo paro, me subo y cuando el taxista me pregunta adónde vamos, no sé qué decir. Al final, sin saber por qué, le contesto que me lleve a Santa Mónica. Una vez llegamos, me bajo del taxi, pero al hacerlo veo que el lugar está muy poco concurrido y le pido al hombre que espere unos segundos. Voy a un cajero que hay cerca y saco dinero. Quiero tener dinero en efectivo por lo que pueda ocurrir. Cuando acabo, me voy a meter de nuevo en el taxi, pero veo un bar abierto. Pago la carrera y me encamino hacia allí. Al entrar, varios hombres me miran, pero yo me dirijo a la barra sin hacerles caso. Me atiende una chica morena que, con una amable sonrisa y voz profunda, pregunta:

—¿Qué te sirvo? Tras pensarlo, contesto que un ron con Coca-Cola.

Dos minutos después, tengo el vaso ante mí y me lo bebo, sumida en mis pensamientos. Pido otro. La morena, me la sirve y entonces me fijo en las manos tan grandes que tiene y, cuando se da la vuelta, en su minifalda vaquera. Menudas piernas tan bien torneadas. Durante un buen rato, observo su rostro con disimulo mientras bebo. Sin duda esa nariz y esos labios tan perfectos no son naturales. Sin importarle mi escaneo, ella sonríe. Cuando voy a pedir el tercer vaso, dice:

—Lo siento, cielo, pero ya hemos cerrado. Si quieres seguir bebiendo, te tendrás que buscar otro sitio. Pago y salgo del local. En la calle no hay un alma. Tampoco veo ningún taxi y me quedo allí parada. No soy miedosa, pero reconozco que tampoco soy la mujer más valiente del mundo para ir sola por esas calles y a esas horas. No sé qué hacer y me siento en un banco que hay junto al bar. Pienso en lo ocurrido con Freen. ¿Cómo ha podido echarme de su despacho? ¿Cómo ha podido negarse a hablar conmigo? Eso me molesta. De pronto, las luces se apagan y todo queda oscuro.

Me levanto del banco alarmada. Debo irme de aquí cuanto antes. Pero no sé adónde ir. De repente, una voz pregunta:

—Pero ¿qué haces aquí todavía? Al volverme, me encuentro con la morena, que lleva unos impresionantes zapatos de tacón. Resoplando, respondo con voz algo agitada:
—Necesito un taxi, pero no veo ninguno. Ella sonríe y, mirándome, contesta:
—Por aquí no pasan a estas horas. Tendrías que caminar un par de manzanas para encontrarlo.
—¿Hacia adónde? Señala con el dedo y yo la miro y consigo balbucear:
—Gracias. Cuando echo a andar, me pregunta:
—No serás inglesa, ¿verdad? Me paro, la miro y asiento.
—Sí. La mujer, con una encantadora sonrisa, abre los brazos.
—¡Yo también! Como si hubiera tenido enfrente a una amiga de toda la vida, camino hacia ella, la abrazo y, al separarme, digo:

—Me llamo Rebecca.
—Yo soy Irin.
—Y sin quitarme ojo, dice:
— ¿Y qué hace una chica con clase como tú en un sitio como este a estas horas? Sonrío. Lo de con clase me hace gracia y, tras resoplar, respondo:

—He discutido con mi esposa y…
—Oh… Oh… ¡No me digas más!

Suspiro, me encojo de hombros y continúo, mientras echo a andar de nuevo:
—Ha sido un placer conocerte.

Otro día volveré por aquí. Mis pasos resuenan en el silencio de la noche.
—Rebeccs, monta en mi coche. Me dice Irin
—No es bueno que camines por estas calles a estas horas. Te llevaré hacia la calle principal para que puedas coger un taxi. Vamos, ven.

Ni lo pienso. Estoy tan asustada de tener que andar por esas oscuras calles, que no temo subirme al coche de una desconocida. Ella arranca y, mientras nos dirigimos a la calle principal, me mira y pregunta:
—¿Llevas mucho tiempo casada?
—Solo unos meses. Irin sonríe y dice:
—Oh, cariño, entonces la reconciliación será muy buena.

Eso me hace sonreír. No quiero ni imaginarme la que se va armar cuando Freen se dé cuenta de que no estoy en casa. Al ver mi expresión, ella dice:

—Sea cual que sea el problema que tengas con ella, espero que se solucione, y rápido.
—Y entonces añade:
—Mira, allí tienes una parada de taxis. Miro hacia donde me indica y murmuro:
—Gracias por tu amabilidad. Cuando voy a salir del coche, me coge el brazo y dice:

—Ahora irás a tu casa, ¿verdad? Con decisión, niego con la cabeza.
—Creo que esta noche buscaré un hotel. En el coche se hace el silencio, hasta que ella dice:
—Yo vivo en una hostal no muy cara. No tiene grandes lujos, pero está limpio y es respetable. Aunque está lejos de aquí. Si quieres llamo y pregunto si tienen habitaciones libres.
No sé qué responder. No conozco a esta chica de nada. No sé si debería fiarme de ella, pero lo hago. Necesito una amiga y digo que sí con la cabeza. Ella sonríe, habla con alguien por teléfono y cuando cuelga explica:
—La dueña, me ha confirmado que tienes habitación.
—Perfecto.

No sé adónde me lleva. Sólo sé que es un barrio al que con Freen no he ido nunca. Una vez llegamos al hostal, veo que, efectivamente, el sitio parece limpio y decente. Tras pagar en efectivo  la noche que voy a pasar aquí, y saludar a la dueña, esta me entrega la llave de mi habitación. Es la 15. Cuando Irin y yo caminamos hacia allá, ella se para ante la número 13 y pregunta:
—¿Quieres entrar o prefieres estar sola?

Sin duda alguna, no quiero estar sola. Me invita a su habitación y, al entrar, veo que aquel sitio es un pequeño hogar. Todo es de reducidas dimensiones, una cocina americana en el salón, cuarto de baño y, separada por una puerta, una habitación.
—¿Mi habitacion también es así?
Irin sonríe y, dejando su bolso sobre un sofá de color naranja, responde:
—No, reina. La dueña me hace buen precio y yo tengo una doble. Como ves, he construido aquí mi pequeño paraíso. Soy peluquera y maquilladora, y mis clientas vienen aquí a que yo las ponga divinas. Sonrío al ver sus uñas estupendas y su bonito corte de pelo. Sin duda, debe de ser buena en su trabajo.
Desaparece en la otra habitación, miro con curiosidad las fotografías que tiene colgadas en la pared. Hay fotos de personas que no conozco, que seguramente deben de ser su familia, pues Irin se parece mucho a un par de ellos.
Cuando sale de la habitación, lleva ropa cómoda. Un vestido de color gris que le llega a mitad de los muslos y unas zapatillas. Sin preguntar, saca de su pequeña nevera unas bebidas y, entregándome una, dice:
—Sólo tengo cerveza, lo siento.

Encantada, la cojo y le doy un trago. Me sabe a gloria. Nos sentamos en el cómodo sofá  y durante una hora charlamos sobre nuestra vida y de por qué hemos acabado en Los Ángeles.
Minutos despues Irin se va al baño. Miro el móvil, las dos y doce de la madrugada. No tengo ninguna llamada perdida, ningún mensaje. Freen debe de continuar encerrada en su despacho.

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