La ardilla roía su avellana con filosos dientes. Sus ojos vivarachos observaban su entorno.
Siempre lista, le dijo su madre, cuando la dejara salir sola la primera vez.
Aún así, no logro ver quién le tiró una piña.
Se cambió de lugar y siguió deleitándose.
Sintió un movimiento detrás suyo y, al voltearse, la avellana escapó de sus manos.
Frente a ella un diminuto hombre que le sonreía, pero en cuanto ella parpadeaba, desaparecía.
La ardilla salió disparada en busca de su madre quien la abrazo para tranquilizar su tembloroso cuerpo.
Aunque comprendió que su pequeña había conocido al merodeador del bosque.