En el cementerio reinaba un silencio de susurros invisibles.
Una anciana, sentada sobre una tumba cuyo nombre y fecha gastadas tendrían la misma edad que ella, vestía de negro. Su cabello brillaba a la luz de la luna impoluto.
Se mecía como péndulo y tarareaba un canto macabro que invocaba pasados remotos de ancestros olvidados.
Volvía la cabeza constantemente como si alguien tocara su hombro.
Maldecía porque no había nadie.
La luna se ocultó tras las nubes y su voz languideció.
La oscuridad fue absoluta.
La anciana desapareció.
Su cabello se elevó y se mezcló con las nubes.