Tendido boca abajo, a la vera del río, sin intención de respirar se hallaba nuestro hombre desnudo. Alrededor no encontramos el arma homicida. Todos asumimos que había sido la fuerza del agua la que había destrozado su cuerpo.
Al voltearlo, dimos un paso hacia atrás. Los ojos, la lengua y nariz habían desaparecido. Me acuclillé y le desabroché lo único que el agua había perdonado: el reloj en su muñeca. Indemne, nos confirmaba lo que sospechábamos: al chico lo había liquidado la clicka llamada Los Taims. Era su firma. Era un aviso para el que osara delatarlos.