Después de despedir a mi padre escuché el canto que acompañaba a un féretro.
No lo veía pero las voces que me llegaban eran lastimeras.
Con el canto nos sobrevino la primera lluvia del invierno como si el cielo también llorara.
Eran goterones atronando mi sombrilla que luchaba por no doblegarse ante las ráfagas cada vez más feroces.
De pronto, pude ver a través de la cortina de agua, cómo las flores fúnebres se elevaban al cielo arremolinándose y desapareciendo en las nubes bajas que nos cubrían tristes y en sintonía con todos los que llorábamos a nuestros difuntos.