De lejos los escucho anunciar la compra de chatarra de todo tipo. Calculo el tiempo. Me pongo los guantes. Ya tengo el cuerpo cercenado en bolsas plásticas. Las distribuyo por todo el motor del refrigerador. Me lavo las manos que destilan un rojizo aguado; tiro los guantes. Salgo a la puerta y les hago señas. Ellos aceleran y frenan delante de mí.
Transamos el precio -estoy más que conforme-. Ellos lo cargan en la palangana del pickup y se van.
Con el movimiento del cacharro, un rastro de sangre empieza a caer silenciosamente y se va secando mientras los veo alejarse.