Sor Cleotilde se despertó por los gritos de miedo de la niña a quien un enorme perro acechaba con ojos rojos como el fuego. Sintió un gran alivio cuando comprobó que había sido una horrible pesadilla.
Pero el eco del llanto persistía en la oscuridad.
Aguzó el oído.
Se levantó y empezó a caminar por los pasillos dónde se escurría el gemido infantil.
Se le unió sor Valeria tan asustada como ella.
Sin cruzar palabra, siguieron el rastro del lloriqueo hasta la puerta principal del convento, dónde encontraron a un bebé en un cesto custodiado por un manso perro blanco.