32 - El cielo de la noche

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Frunció los labios con una expresión confusa en el rostro. Nuestras manos, que hasta entonces seguían unidas, se separaron dolorosamente y me sentí vacía.

—Hazte un favor, no digas nada ni te excuses, sólo levántente y vete. Huye antes de que sea tarde para ti. Yo ya no tengo salvación.

No sé si esa era su manera de decirme lo que sentía, pero estaba segura que era su forma de protegerme. Se concebía a sí mismo como alguien peligroso y me quería mantener fuera de ese peligro. Y yo, aunque supiera cómo podía perder los papeles o mostrar su lado menos amable, no deseaba estar alejada de él. Tenía la necesidad de cuidarle, de estar a su lado. Y ahora entendía ese sentimiento, como si le llevara queriendo toda la vida.

—No me iré. No sé de qué manera decirte que no te dejaré, no voy a renegar de ti. No me importa lo que haya pasado esta noche, no eres esa persona.

—Pero te he hecho tanto daño...—Negó con la cabeza, volviendo a aceptar mi mano entre las suyas.— He sido distante y no puedo prometer que no vuelva a comportarme así. Muchas veces, los miedos hablan por mí.

—Te perdono. Te perdono por todo, por venir y haberte ido.

Alcé la mano y limpié con las yemas de mis dedos los restos de sangre en su rostro. Entonces nos miramos y tuve la sensación de que podía caer dentro de aquellos ojos. Había en ellos algo especial, jamás vería nada que se les pareciese.

Ivar puso su mano sobre mi cuello y me atrajo con cuidado hacia él. La misma mano que acababa de matar a una mujer a sangre fría me tocaba a mí con extrema delicadeza. Pasó la lengua por sus labios un segundo antes de rozarme con ellos. Me besó mientras yo temblaba, llena de emociones por dentro. Era maravilloso lo que podía hacer conmigo.

—Tengo un sentimiento de enfado constante, tan agotador, pero se me va cuando estoy contigo.— Bisbiseó, provocándome una sonrisa. Con su dedo pulgar acariciaba mi mandíbula, rozando las pequeñas partículas de arena que se habían pegado a sus yemas. Me ponía la piel de gallina.

Un rato después nos tumbamos en el suelo y en silencio miramos la noche pasar. Estaba segura de que Ivar no necesitaba una conversación constante, el simple hecho de estar allí era suficiente. Y yo me sentía tremendamente afortunada por ello. Pero también me preocupaba lo que su mente inquieta podría estar pensando en estos momentos.

—Supongo que lo habrás oído.

—¿El qué?

—Que no puedo satisfacer a una mujer.— Dijo con una mezcla entre vergüenza y coraje. Noté en su pecho lo nervioso que le ponía ese tema, así que me sentí feliz porque estuviera haciendo el esfuerzo por hablarlo.

Cuando pensaba en ello, no podía evitar sentirme celosa

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Cuando pensaba en ello, no podía evitar sentirme celosa. Celosa de que alguien más le hubiese tocado o hubiese compartido momentos íntimos con él.

—Puedes hacerlo, Ivar.— Le aseguré con total rotundidad.— Quizás simplemente no has estado con la mujer adecuada. Y aunque así fuera, sabes que hay muchas maneras de satisfacer a una mujer, ¿no?— Le miré alzando una ceja y él frunció el ceño.

—Puede ser...—Dijo no muy convencido y yo reí ligeramente.—¿Qué?

—Te lo aseguro, hay muchas más maneras de las que estás pensando.

—¿Tú...?— Se incorporó y se apoyó sobre su codo para mirarme fijamente desde arriba. Su cercanía me había puesto en tensión otra vez.

—¿Yo qué?

—¿Has estado con otros hombres? ¿Te han...tocado?

Tenía una mezcla de curiosidad y celos. Suponía que quería saber hasta dónde había llegado con Ubbe, ya que en su cabeza había clarísimamente algo entre su hermano y yo. Algo totalmente inventado, pues obviamente no había nada.

—No.— Respondí con seguridad en un murmullo. También me sentía nerviosa hablando de estos temas, pero al ver cómo él se sentía mucho más seguro con mi respuesta, me tranquilicé.

Ivar sonrió y ahí empezó el problema. Aquella maldita sonrisa que me aceleraba el corazón a mil. Podría pasarme toda la vida viéndole feliz, sonriente, especialmente si era yo la causante de tal expresión. Y su forma de mirarme, como si pudiera ver mi interior, mis secretos y deseos más oscuros, como si me leyera. Me sentía prácticamente desnuda ante aquellos ojos añiles. Me tenía de tal manera y ni siquiera se daba cuenta.

Volvió a acostarse sobre la arena con una nueva expresión en el rostro, casi me atrevería a decir que estaba aliviado e incluso feliz. Nunca le había visto así. Rocé su mano y él separó los dedos para entrelazarlos con los míos. Su piel estaba tan caliente como siempre y era capaz de aislarme de las bajas temperaturas de la noche. Ambos miramos a la luna y al resto del firmamento que se extendía sobre nosotros. No sabía en qué estaría pensando él, yo pensaba en los dioses y en que no quería soltar su mano nunca.

El palacio del sufrimiento // Ivar The BonelessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora