78 - Incendio

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La nueva situación había sido difícil de asimilar para mí, pues de la noche a la mañana había dejado de ser una campesina para convertirme en la soberana del reino, el cual gobernaba junto a mi nuevo esposo. La vida de casados era diferente, pues el trabajo nos mantenía ocupados casi todo el tiempo. Pero otro lado, el amor seguía intacto y parecía crecer proporcionalmente al tamaño de mi tripa. El hijo o hija que llevaba en mis entrañas se había convertido en mi confidente y mi compañero de vida. Hablaba a todas horas con él o ella y me asombraba con lo rápido que había empezado a querer a alguien que aún no había visto.

Ivar era el hombre más feliz del mundo cuando miraba mi vientre, y por lo tanto cuidaba esa felicidad con toda su artillería. Cuando no podía estar conmigo, se aseguraba de que alguien estuviese pendiente de mí. Y cuando se enfadaba queriendo gritar su mirada se dirigía a mi vientre y se calmaba. Parecía que nuestro hijo le amansaba más que nadie. Otra de sus actividades favoritas últimamente era predicar por los cuatro vientos la belleza que tendría nuestro hijo y que se parecería a mí físicamente pero probablemente sacaría su personalidad. Por si no fuera suficiente, en los momentos menos esperados del día me soltaba ideas de nombres para el bebé, queriendo saber qué me parecían. Normalmente le tenía que recordar que podría ser una niña, luego me aseguraba que se pondría a pensar en nombres de mujer y cuando volvía me proponía otra vez nombres de chico. Era un caso perdido, pero me hacía mucha gracia y me daba ternura el hecho de que se pasara el día entero pensando en nuestro bebé.

—¡Fuego, fuego!

Me encontraba tejiendo en el porche una túnica para mi hijo cuando empecé a escuchar gritos desgarradores. Levanté la mirada y observé una columna de humo que ascendía desde no muy lejos. El fuego estaba horripilantemente cerca.

—¡Reina Astryr, se han incendiado los establos!— Me dijo una mujer que corría en dirección contraria junto a sus dos hijos pequeños. Ignoré el sentimiento de extrañeza al ser tratada como una reina y me levanté de inmediato.

En ese momento salió Hvitserk con un hacha en la mano, seguido por varios hombres. Me quedé pasmada unos segundos, hasta que ejercí mi derecho a saber qué estaba pasando. Ivar también salió del Gran Salón y podía notar lo alterado que estaba.

—¿Qué ocurre?— Logré pronunciar. Los incendios eran muy poco frecuentes y menos en un lugar como los establos. Además, los rostros de los hombres me decían que algo estaba pasando. Algo más serio que un simple incendio.

—Alguien ha incendiado nuestros establos a propósito.— Habló Ivar.— Quédate en casa y no salgas.

—¿A dónde vas?— Tartamudeé mientras le observaba alejarse junto al resto de hombres.— ¡Ivar!

Mientras las madres y niños corrían en una dirección, los hombres y las mujeres más fuertes corrían en la otra, directos a apagar el fuego. La situación se descontrolaba por momentos y una gran nube de humo empezaba a teñir todo el ambiente.

Bajé del porche y empecé a indicar a todos los niños junto a sus madres y ancianos que entraran en el Gran Salón. En estos momentos era muy peligroso estar en la calle. Tosí un par de veces mientras hacía indicaciones con los brazos para que todo el mundo fuera entrando. Margreth apareció de la nada y me llevó dentro.

(...)

No fue hasta el día siguiente cuando la situación se calmó por completo. Los establos de nuestra familia habían quedado incinerados con los caballos dentro. Una docena de caballos reducida a cenizas. Me rompí por dentro cuando visualicé la escena, sorprendida por la maldad de aquellas personas que hubieran hecho tal masacre. Yo cargaba con la pena, entretanto Ivar cargaba con la rabia y no descansó hasta encontrar a los autores de tal barbaridad.

Nos encontrábamos en el Gran Salón, sentados en nuestros tronos, a la espera del juicio. El lugar estaba abarrotado de ciudadanos que, guiados por la curiosidad y el asombro, habían venido para mirar los rostros de los condenados. Los guardias arrojaron al suelo de nuestro salón a quince personas, todos engrillados y con un aspecto desmejorado. No me quería imaginar la noche que habrían pasado en las celdas, pero era lo que se merecían.

—Pueblo de Kattegat. Estos hombres y esta mujer han atacado a los bienes de vuestros reyes, han incinerado nuestros caballos y han puesto a toda la población en peligro al causar un incendio de tales magnitudes.— Habló Ivar con soberbia, pero con moderación.— ¿Tienen algo que decir los condenados?

El hombre que se encontraba en el centro levantó la cabeza y clavó su mirada en los ojos de Ivar. Qué valiente.

—Tú no eres nuestro rey, eres un usurpador. ¡Larga vida al rey Bjorn!— Vociferó, y su grito fue seguido por los demás condenados. Uno de los guardias se aproximó a él y le pegó un rodillazo en la cabeza. Me estremecí, pero me mantuve fuerte.

—Bjorn ya no es rey y ya no está aquí. Vuestra lucha es una causa perdida.— Alcé la voz. Durante las últimas semanas había estado forzada a practicar mis dotes de hablar en público y esta vez estaba segura de lo que quería decir.— Habéis puesto en peligro a vuestras propias familias y amigos. Varias casas a la redonda han salido dañadas después de vuestra irresponsabilidad, por no mencionar la de caballos inocentes que habéis matado. No se trata de lealtad a Bjorn, sino de crueldad y egoísmo. La pena que recibáis será correspondiente al daño de vuestras acciones.

Ivar me miró con orgullo mientras yo mantenía mi cabeza alta y hablaba son serenidad. La decisión del castigo dependía del rey, por lo que mi intervención había acabado. Sabía que Ivar los castigaría con la pena de muerte, aunque a mí me encantaría esclavizarlos y ponerlos a reconstruir todo lo que habían carbonizado.

—Como bien ha dicho mi esposa, vuestras acciones serán castigadas en proporción al daño que habéis causado. Por ser desleales a vuestro rey, por no respetar sus bienes materiales y por atentar contra el pueblo de Kattegat, yo os condeno a la pena de muerte.

Varios gritos de alegría se escucharon por toda la sala. El pueblo estaba conforme con la pena, pues lo habían vivido como un ataque directo a sus vidas y viviendas. Los quince condenados se pusieron de pie y empezaron a ser evacuados del salón. Sin embargo, uno de aquellos hombres atrapó mi mirada. Acababa de reparar en él, y solo ahora le reconocía.

—¡Esperad!— Ordené con voz autoritaria. Los guardias obedecieron y los presentes se guardaron los gritos de júbilo.

Me levanté del trono y bajé lentamente hasta quedar frente a ese hombre harapiento y descalzo. Al mirarle a los ojos podía admitir que nunca nos habíamos querido, pero también me sentía dolorosamente traicionada y asombrada por lo que había hecho. Jamás me imaginé que estaría condenado a muerte a mi propio padre.

El palacio del sufrimiento // Ivar The BonelessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora