133 - Destello

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Mis rodillas cayeron al suelo con un agotamiento extenuante. Ni siquiera era capaz de ver claramente, mi visión eran puntitos negros asfixiantes que se volvían peores a cada bocanada de aire que luchaba por dar. A mi alrededor el mundo moría, y yo no era capaz de levantarme y defenderlo. En mi mente solo podía pensar en Ivar, en dónde estaría, y rezaba porque ese lugar no fuese la fangosa tierra sobre la que caían los cuerpos.

De repente, mis cansados ojos distinguieron un destello entre los árboles de lo que parecían las llantas de un carro. Parpadeé varias veces para cerciorarme de que no estaba alucinando, pero aunque no volví a ver el destello eso no me paró. Me levanté del suelo y corrí hacia un jinete sajón, al cual le lancé el hacha directamente hacia su cabeza. El cuerpo se desplomó al suelo y yo salté encima del caballo y sacudí las riendas para hacerle galopar en dirección al bosque.

El rocín parecía volar, era tremendamente rápido y ágil. Yo continué presionando ligeramente su estómago con los tacos de las botas para que alcanzara la mayor velocidad posible. En cuestión de segundos, volví a ver el destello plateado, solo que esta vez podía ver claramente de dónde provenía. Se trataba de un carruaje de hierro forjado, tirado por dos corceles con sus respectivos jinetes. No tenía dudas de que Ivar se encontraba ahí dentro.

Al igual que yo les había visto a ellos, ellos me habían visto a mí, pero su carruaje era mucho más lento, incapaz de competir contra la agilidad de mi caballo. Así que los dos jinetes aminoraron la velocidad hasta detenerse por completo. Yo desmonté en movimiento, cayendo al suelo y golpeándome la rodilla de forma horriblemente dolorosa. Aun así me levanté y me asomé a los barrotes de la pequeña celda móvil.

—¡Ivar! ¡Ivar te voy a sacar de ahí! ¡Te lo prometo!

Él estaba tumbado en el suelo de la celda, atado de piernas y brazos. Las cuerdas estaban tan fuertemente apretadas que seguramente eran las causantes de que se encontrara en ese estado abotargado de dolor. Además, en su boca tenía otra cuerda que le incapacitaba para hablar, aunque no para comunicarse. Soltó un gruñido de alerta y me di la vuelta con suficiente antelación como para evadir el filo de una espada. Los dos jinetes habían desmontado y comenzaron a atacarme de forma repetida y ansiosa. Hacía todo lo que podía por defenderme, pero me llevé unos cuantos cortes por el camino. Mi rodilla me dolía profundamente y el combate desigual tampoco estaba ayudando.

Entonces todos fuimos capaces de escuchar unos gritos guturales, gritos de nuestros hombres que corrían en nuestra dirección. No tenía ni idea de cómo nos habían encontrado, pero el desconcierto de los jinetes fue todo lo que necesitaba para que me diese tiempo a abrir la celda. Sin embargo, al abrir la puertecilla, uno de los hombres me agarró por el pelo y me tiró hacia atrás, dejándome en el suelo. Ivar aulló a todo pulmón y tuvo el impulso instintivo de socorrerme, pero acabó cayéndose él fuera de la celda.

Los jinetes intentaron volver a meterle, pero mis ataques les dificultaron la tarea. Podía notar que su ansiedad iba en aumento, al mismo tiempo que los decibelios de los gritos que cada vez estaban más y más cerca. Le propiné un hachazo en el hombro a uno de ellos, pero la espada del otro me hizo retroceder tanto que acabé dando un traspié y cayendo al suelo. Ivar estaba a mi lado, tan impotente que parecía que todas sus venas iban a estallar.

—¡Mátales a los dos!—Exclamó enfurecido el hombre herido mientras se hacía presión en la herida con su propia mano. Yo les miré expectante, desarmada y totalmente a su merced. Mi propia respiración era todo lo que escuchaba, pero podía ver cómo nuestros hombres se aproximaban con rapidez y no les quedaban más de cincuenta metros que recorrer.

—¡Necesitamos al menos a uno de ellos!—Vociferó el otro, quien ahora era un mar de dudas.

—¿¡A quién le importa!? Mátalos, tenemos que irnos.

El soldado que parecía obedecer las órdenes del primero, aún inseguro, alzó la espada y la iba a clavar justo en el pecho de Ivar cuando yo grité y me puse en medio.

—¡Vale, vale! ¡Me tenéis a mi! Por favor, no le matéis.—Supliqué, con la hoja de la espada a menos de cinco centímetros de mi rostro. Ivar empezó a gritar desgarradoramente mientras el soldado bajaba su espada y me metía a empujones en la pequeña celda. En cuanto me encerraron me asomé a los barrotes y le ví ahí tirado, incapacitado, rojo de la furia pero con los ojos arrebatados en lágrimas. Las venas de su cuello se habían ensanchado tanto que parecían a punto de explotar. Detrás de él, un grupo de nuestros hombres liderado por Hvitserk se acercaba corriendo a toda prisa. Y yo me empecé a alejar, tan rápido que me parecía lento. Poco a poco dejaba de ver la escena que dejaba atrás, pues mis ojos se habían aguado y ese agua era todo lo que veía.

Cuando el carruaje estuvo tan alejado que lo único que nos rodeaba era bosque, reconocí su voz en el silencio:

—¡¡¡Astryr!!!

(***)

No recordaba en qué punto mi cuerpo dijo basta y se rindió al mundo de la inconsciencia. Hubiera pensado que fue debido al cansancio extremo y debilitador, pero al despertarme descubrí ciertas heridas que seguramente eran las causantes de ello. Me levanté en una habitación extraña, alargada y con alto techo, y ocupada por al menos dos docenas de camas más. Ya no tenía puesta la ropa de combate, sino un fino camisón de lino blanco que dejaba pocas cosas a la imaginación. En los brazos tenía cortes debidamente curados y en la pierna derecha tenía una gruesa venda alrededor de mi rodilla, inmovilizándola. No entendía por qué alguien se había tomado tantas molestias en sanar mi cuerpo, pero en este punto daba por hecho que no sabía nada.

La puerta de la estancia se abrió súbitamente y pronto aparecieron en mi campo de visión varias personas claramente diferenciadas. A un lado se encontraba una joven doncella, probablemente la encargada de mis curas, y en el otro lado un soldado alto de gran porte. Un momento después apareció quien menos me podría esperar, un hombre canoso y delgado, portador de una capa roja de grandes dimensiones y una corona que brillaba con orgullo. Æthelred, el Señor de los Mercianos. O al menos así es como se hacía llamar.

—Astryr, esposa de Ivar Ragnarsson... Por fin estás de vuelta, no sabes cuántas ganas tenía de que despertaras. ¿Cómo ha sido tu estancia en el castillo por ahora?— Su voz cascada y soberbia me hizo sentir repulsión, especialmente por la forma en que había pronunciado nuestros nombres, con un cerrado acento británico.—Ya veo, no eres muy habladora. Necesitarás que eso cambie si nos queremos llevar bien, pero te daré un par de días para que te acostumbres a tu nueva vida.

—Esta no es mi nueva vida, vendrán a por mí.—Gruñí, levantando ligeramente el torso para encararme a él. Su guarda dio un paso hacia delante con la mano en la empuñadura de su espada, tan sólo para recordarme lo que pasaría si no guardaba las formas. El rey soltó una risita desagradable y empezó a andar por la estancia de forma desinteresada.

—Pareces muy segura, quizás por eso no dudaste en salvar a tu esposo, ¿verdad? Aunque permíteme decir que fue una decisión estúpida.

—Salvar a la persona que amas no es estúpido, ni siquiera es una opción.—Farfullé con cólera, aunque por dentro esta situación me estuviera rompiendo.

—Siempre hay más opciones, mujer.—Dijo con una sonrisa de superioridad.

—No soy una mujer cualquiera, soy una reina.—Espeté, visiblemente dolida por su actitud desconsiderada y reprobable.

—Una reina vikinga.—Asentí y comenzó a reír, seguido del resto de presentes. Debía haber una regla acerca de reírse sobre los chistes del monarca, porque sino no lo entendía. ¿Que tenía de gracioso?—Oh por Dios... Pronto aprenderás lo que es una reina de verdad, querida. Mañana tendrás el honor de conocer a mi esposa. Me temo que hasta entonces no te veré. Llevadla a su habitación y cambiadla de ropa, ni siquiera puedo tenerla un mínimo de respeto si va enseñando el cuerpo de esa manera.

Intenté cubrirme con los brazos lo mejor posible, pero la situación ya había sido todo lo humillante que podía ser. El rey salió de la estancia y dejó un vacío desbordante en mi pecho. Me sentía asustada, sola, humillada y lo peor estaba por venir.

El palacio del sufrimiento // Ivar The BonelessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora