104 - Invasora

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Los días en aquel barco me habían parecido una eternidad y, para cuando pudimos tocar tierra firme, tuve la sensación de que hacía años que no lo hacía. El trayecto no había sido para nada agradable e incluso tuvimos algunos encontronazos con otros ejércitos a los que pudimos eludir. Pero finalmente estábamos aquí, en una tierra completamente desconocida, caminando durante días para encontrar el lugar donde se suponía que estaba el asentamiento. Los antiguos soldados de Bjorn lideraban el camino, aunque yo llevaba conmigo el mapa que Viggo me había dado hacía ya demasiado tiempo.

En mi cabeza planteaba diferentes escenarios, tan solo para estar preparada con lo que fuera que me encontrara. Pero la muerte de Ubbe no era uno de ellos. Esa posibilidad la había alejado completamente y estaba dispuesta a hundirme si acababa siendo la realidad. Pero hasta entonces, no lo pensaba tener en cuenta.

—Llevamos andando durante horas, deberíamos parar antes de que se ponga a atardecer.— Le dije a Hvitserk, quien estuvo de acuerdo y usó su potente voz para detener al ejército.

Me senté en el suelo y apoyé la espalda en una roca. Tenía las piernas entumecidas y el estómago contraído del hambre, por no hablar de la sed que me secaba los labios y la garganta. El bosque era espléndido, pero apenas habíamos encontrado ríos donde rellenar nuestras cantimploras. La comida también escaseaba y había varios alimentos venenosos que aprendimos por las malas a no ingerir. Toda la belleza del lugar parecía apagarse cuando mirabas de cerca: insectos asquerosos, setas venenosas y escasez de agua potable. En estos momentos echaba de menos mi casa y deseaba volver cuanto antes.

—Toma, come algo.

Alcé la cabeza para ver la pata de conejo recién cocinado que me entregaba Hvitserk. Le sonreí con gratitud y me la llevé a la boca llena de ansias. Él se sentó a mi lado y comimos en silencio, observando al resto de guerreros que nos acompañaban.

—Me acuerdo cuanto te vi por primera vez.— Dijo con la boca llena y la mirada en el horizonte. Yo alcé una ceja mientras mordisqueaba la última carne alrededor del hueso.— Jamás me hubiera imaginado que unos años después estaríamos aquí, a kilómetros de casa y en busca de mi hermano mayor. Y tú siendo la reina que lidera el ejército.

—Para ellos eres tú el que lo lidera, el que da órdenes.

—Eso es solo porque tengo una voz más fuerte.— Reímos.

De pronto una flecha dio de lleno en la frente de uno de nuestros hombres, el cual estaba sentado a menos de un metro de distancia. Seguidamente, varias flechas comenzaron a acribillarnos desde las profundidades de la maleza.

—¡Escudos!— Gritamos.

Agarré el mío y me uní a los demás para crear la barrera de escudos, sin embargo algunas flechas daban en nuestras piernas y los lesionados caían al suelo, debilitando la barrera que nos protegía a todos. Mandé que se respondiera con flechas, a pesar de que no distinguíamos a ningún ser humano entre tanta naturaleza. Segundos después, aparecieron los enemigos portando lanzas y espadas. Nosotros cargamos contra ellos como pudimos, aunque la longitud de las lanzas jugaba en nuestra contra. Muchos de los nuestros murieron en esa emboscada y prácticamente todos lo enemigos fueron asesinados, a excepción de aquellos que consiguieron escapar a tiempo.

—¿Quién os envía?— Agarré en mis puños su camiseta y lo presioné contra el suelo. El soldado francés tenía los ojos inyectados en sangre y terror.— No voy a matarte, sólo dime quién te envía.

—Su majestad el rey.— Balbució como pudo, pues tenía un corte desde la comisura del labio hasta la mejilla.

—Tenemos que irnos.— Hvitserk me agarró del brazo y yo solté al francés. Indiqué a los nuestros que se prepararan y comenzamos a huir de aquel sitio, pues estábamos seguros de que volverían a por nosotros en cuanto se organizara otro batallón.

Corrimos por aquel bosque irregular y montañoso, utilizando nuestras últimas fuerzas para alejarnos lo máximo posible de allí donde nos estaban vigilando. En una de esas carreras mi pie se tropezó con una rama y caí con un golpe seco al suelo. Mi barbilla se golpeó fuertemente contra el suelo, así como el resto de mi cuerpo, y un lacerante dolor en el estómago me hizo estremecer. La sensación ardiente me decía que tenía una herida a la que debería prestar atención en cuanto tuviera tiempo, pero por ahora solo debía levantarme y seguir corriendo.

—¡Es aquí! ¡Hemos llegado!— Gritó alguien a todo pulmón. Segundos más tarde, el bosque terminaba dando lugar a una extensa llanura tras la cual se alzaban montañas. En el centro se encontraba un asentimiento rústico y con unas barreras de protección que dejaban bastante que desear. A los lados había dos torres de vigilancia desde las cuales unos soldados nos observaban con incredulidad. A gritos ordenaron que se abrieran las puertas.

Miré a Hvitserk con la respiración acelerada, tratando de encontrar el aire que me faltaba. Me llevé la mano al estómago y lo sujeté con precisión, mientras que mis ojos se centraban en los pequeños saltitos de ilusión que estaba dando Hvitserk.

—Lo hemos conseguido, hemos llegado.— Sonrió con satisfacción y yo le devolví el gesto. Sin embargo, yo no sentía más que alivio por estar en suelo relativamente seguro. La felicidad llegaría solo en el caso de que pudiera volver a mirar la mirada felina de Ubbe.

(***)

[Narrador Externo]

La esclava se acercó por cuarta vez esa noche a rellenar su cuerno de hidromiel, esta vez poniendo todo su empeño en que no cayera una mísera gota sobre la mesa. La anterior vez había cometido tal nimio error y se había ganado unos gritos muy poco agradables de su majestad. Aunque todo el mundo estuviera acostumbrado al temperamento de aquel hombre, la esclava era relativamente recién llegada y nunca le había visto tan irritable como lo estaba desde las últimas semanas. El pueblo naturalmente hablaba de aquello, asegurando que la reina tenía poderes especiales para amainar el carácter de su esposo. No obstante, la esclava reducía esos poderes especiales al simple, y a la vez complejo, efecto del amor.

—¿Crees que habrán llegado?— Inquirió la mujer que siempre se sentaba a su lado, una joven eslava llamada Erika. La esclava no había podido evitar fijarse en la extraña cantidad de tiempo que pasaban juntos.

—Claro que sí, de lo contrario serían muy malas noticias.— Se llevó el vaso a los labios con obstinación para después mirarla directamente a ella.— Sigo sin entender por qué no fuiste con ellos, habrías tenido una buena historia que añadir a tu repertorio.

Erika echó una carcajada, mostrando todos sus dientes. Tenía una boca grande y unos labios gruesos que llamaban especialmente la atención, pero cuando se reía sus labios se tensaban y dejaba visible toda su garganta. Ivar frunció el entrecejo sin dejar de mirarla.

—No todas las buenas historias son de guerras, Ivar.— Se mojó los labios antes de sorber de su bebida.— Además, soy más útil para ti aquí.

—¿Eso por qué?

—Porque en el caso de que alguien atacara esta ciudad tendrías a la mejor escudera para defenderla. Y porque un hombre sin su esposa siempre necesita compañía.— Clavó sus ojos negros en los del rey, quien sonrió con prepotencia. Ni siquiera había entendido a qué se refería aquella mujer, pero la insinuación le hacía sentir deseado y valorado, lo que siempre había sido su carencia número uno. Y Erika lo sabía, le había empezado a estudiar desde el primer momento en que fijó su atención en él. Ivar no tenía ni idea, pero había alguien que le estaba empezando a conocer peligrosamente bien.

El palacio del sufrimiento // Ivar The BonelessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora