65 - Dualidades

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[Narrador Externo]

El clima de Kattegat era frío y desagradable, llevaba días siendo atacado por constantes lluvias casi torrenciales. Se decían que eran las mismas lluvias de cada primavera, pero él las sentía diferentes, más violentas, calaban hasta lo más profundo de sus huesos. El mal tiempo le debilitaba las piernas, las sentía pesadas y frágiles y el dolor llegaba a ser abrumador. Era entonces cuando el recuerdo de ella se colaba en su mente de una manera más melancólica. Estaba acostumbrado a que ella entumeciera su dolor, le gustaba cómo le hacía escapar de ello. Se había acostumbrado a tenerla cerca, a que le quisiera, que le sonriera de esa forma tan suya como asegurándole que nunca le iba a abandonar.

Pero lo había hecho. Le había abandonado. Y aunque todavía se acostara en su cama, despierto, esperando a que la puerta de su habitación se abriera, sabía que no debía esperar que volviera. Se había ido para siempre. Entonces se decía a sí mismo que la olvidara, que olvidara todas esas noches que pasaron juntos. Pero su cuerpo seguía recordando cada beso y cada roce, y hasta su mirada la tenía clavada en los bordes del cerebro.

Cuando el dolor le consumía y se sentía tan solo, la maldecía. Ya no estaba para ayudarle a apaciguar sus inseguridades, así que se liberaban sin obstáculos. La quería y la odiaba, le dolía estar lejos de ella. Y aunque reconocía con ojos brillantes que le había decepcionado, que no la merecía, seguía deseando que volviera a darle una oportunidad más. Porque extrañaba su voz, su dulce mirada, sus labios rojizos y sus manos entrelazadas a las suyas.

—Lo siento, perdóname.— Decía entre sueños con los ojos apretados y la almohada mojada. Lo cierto era que su inconsciente era el único capaz de afrontar lo que realmente pasaba dentro de él. Al llegar el día volvía a convertirse en la persona fría, desagradable y ruin que le había declarado la guerra al amor.

Su mente se focalizaba en otros asuntos, maquinaba miles de planes para saquear Inglaterra y derrocar a su hermanastro Bjorn. También pensaba mucho en Ubbe y no se esforzaba en engañarse a sí mismo, pues sabía que estaría con ella. Probablemente tendría el valor de quitarle a su chica y, quién sabe, de pedirla matrimonio. Y ella le diría que sí. Y él pensaba que estaría bien con eso, que podía vivir sin ella. Pero el hecho es que sin ella era un miserable. Así que cerraba los ojos y deseaba que cayera la noche para dormir, no por necesidad vital, sino para soñar con ella. Sólo en los sueños le perdonaba por amarla, por haberla arruinado con su amor.

—¡Esclava!— Gritó Ivar cuando una de sus siervas cruzaba el Gran Salón. Llevaba tanto tiempo solo, sumido en sus pensamientos, que prácticamente había perdido la noción del tiempo.

La joven esclava le miró asustadiza. Su reputación era peor que nunca y casi podía matar de miedo a cualquiera sobre el que posara la mirada. Ivar soltó una risita divertida y la indicó con el dedo índice que se acercara.

—Quítate la ropa.— Ordenó con severidad. La muchacha palideció y su labio inferior comenzó a temblar.— No me hagas repetirlo.

Con trémulos dedos se deshizo de la túnica descolorida hasta que cayó al suelo, mostrando así un cuerpo pálido y castigado. El frío de la sala le ponía la piel de gallina.

—Baila.

—Pero, mi señor, no hay música.— Tartamudeó, sus finos labios tornándose morados. Ivar la incitó a bailar una vez más y ella comenzó a hacerlo abandonada al pudor y a la humillación.

Él se reía al ver sus patéticos intentos de baile y le lanzaba restos de comida para animarla a esforzarse más. La joven esclava soltó un par de lágrimas al sentir cómo la humillaba y cómo se reía a carcajada limpia de ella. De repente la puerta se abrió e ingresó Hvitserk en la estancia. La mujer se quedó estática, cubriendo sus bustos con los brazos.

El palacio del sufrimiento // Ivar The BonelessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora