5: Rata negra

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Cuando Elis se iba de los Tribunales, pasó por una desierta sala de audiencias. Ya se le hacía tarde para comer, pero no pudo resistir el deseo de entrar a la sala por un momento.

Había quince filas de bancos para el público de cada lado en la parte de atrás. Frente al estrado del Juez había dos mesas largas, una del lado izquierdo marcada demandante y la otra a la derecha señalada como defensor.

El lugar de los jurados tenía dos filas de ocho sillas cada una. "Esta es una sala de audiencias común", pensó Elis, "Carente de belleza, incluso horrible, pero es el corazón de la libertad. Esta sala y todas las salas como ésta representaban la diferencia entre civilización y barbarie. El derecho a un juicio por un jurado de un semejante es lo que yace en el corazón de cada nación libre"

Elis pensó en todos los pueblos del mundo que no tenían esa pequeña sala, países en los que sus ciudadanos eran sacados de la cama en el medio de la noche y torturados y asesinados por rostros anónimos y motivos secretos: Irán, Uganda, Omán, Costa De Marfil, Rumania, Guinea Bissau, Haití… la lista era interminable.

"Si los tribunales sudamericanos se vieran alguna vez despojados de su poder" pensó Elis, "Si los ciudadanos perdieran alguna vez el derecho a un proceso con un jurado, entonces Venezuela dejaría de existir como nación libre"

Ahora ella era parte de ese sistema y parada allí Elis se sentía invadida por un irresistible orgullo.

Estaba dispuesta a hacer todo para ser digna de ese honor y para ayudar a preservarlo. Se detuvo un largo rato y luego se dio vuelta para irse.

Desde algún lugar del recinto hubo un distante zumbido que se fue haciendo más y más fuerte hasta estallar súbitamente en un tumulto.

Comenzaron a sonar las alarmas. Elis oyó el sonido de pasos que corrían por el pasillo y vio policías con el arma desenfundada que corrían a la entrada principal. El primer pensamiento de Elis fue que Nicolás Castro había escapado, logrando pasar de algún modo la barrera de guardias. Corrió hacia el pasillo. Era un verdadero manicomio.

La gente se movía frenética, gritando órdenes por sobre el sonido de las alarmas. Los guardianes se colocaban en las puertas de salida, armados con escopetas recortadas. Los periodistas que habían estado ocupados dictando sus notas por teléfono se lanzaron al pasillo para enterarse de lo que pasaba.

Más allá del salón, Elis divisó al fiscal Jorge D' Alessandro impartiendo violentas indicaciones a media docena de policías, con el rostro privado de color.

"¡Mi Dios! Va a tener un ataque al corazón" pensó Elis.

Se abrió paso a través de la multitud y se acercó a él, pensando que quizá podría ser de alguna ayuda. En ese momento, uno de los dos agentes que custodiaban a Marco Salvatierra levantó la vista y vio a Elis. Levantó el arma y le apuntó y cinco segundos más tarde, Elis Irazabal se encontró atrapada, esposada y bajo arresto.

*****

Había cuatro personas en el despacho del juez Isaac Mondragon: el juez Mondragon, el fiscal Jorge D' Alessandro, Manuel Rivas y Elis Irazabal.

El juez Mondragon informó a Elis:

—Usted tiene el derecho de que haya un abogado presente antes de que usted haga ninguna declaración formal y tiene el derecho de permanecer en silencio. Si usted…

—¡No necesito ningún abogado Su Señoría! Yo misma explicaré lo que pasó.

Jorge D' Alessandro se inclinaba tanto hacia ella que Elis pudo ver como le palpitaba una vena de la sien.

—¿Quién le pagó para que entregara ese paquete a Marco Salvatierra?

—¿Pagarme a mí? ¡Nadie me pagó!

—La voz de Elis temblaba de indignación.

D' Alessandro tomó el conocido sobre de papel manila del escritorio del juez Mondragon.

—¿Nadie le pagó? ¿Usted simplemente fue hasta donde estaba mi testigo y le entregó esto? —Sacudió el sobre y el cadáver de un Rata negra cayó sobre el escritorio. Tenía el cuello roto.

Elis lo contempló horrorizada.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora