56: Ella estaba equivocada

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La primera página del Universal traía dos noticias interesantes, una al lado de la otra. Una anunciaba que Elis Irazabal había conseguido la absolución para una mujer acusada de asesinar a su marido. La otra era un artículo acerca de la candidatura de Alivier Reinosa para el puesto de Gobernador de Caracas.

Elis leyó el artículo sobre Alivier una y otra vez. Daba sus antecedentes, hablaba acerca de su desempeño como piloto de guerra y relataba cómo había recibido una gran cantidad de condecoraciones por su valentía. La nota era realmente laudatoria y se citaba a numerosas personalidades que decían que Alivier Reinosa era una garantía para el Gobierno y para el país. Al final del artículo había una firme insinuación sobre la posibilidad de que si Alivier tenía éxito en su campaña, esto fácilmente sería el primer paso para su campaña como presidente de Venezuela.

En la granja de Leiver Figuera, en el estado Guárico, Nicolás Castro  y Leiver Figuera estaban terminando de desayunar. Nicolás estaba leyendo el artículo sobre Elis Irazabal.

Levantó la vista para mirar a su suegro y le dijo:

—Ella lo hizo de nuevo, Lei.

Leiver Figuera tomó un trozo de huevo. —¿Quién hizo qué de nuevo?

—Esa abogada, Elis Irazabal. Tiene un talento nato.

Leiver Figuera contestó con un gruñido.

—No me gusta la idea de una mujer abogada trabajando para nosotros. Las mujeres son débiles. Nunca sabes qué mierda van a hacer.

Nicolás contestó con cautela:

—Tienes razón, Lei, la mayoría es así.

No tenía sentido enemistarse con su suegro. Mientras Leiver Figuera viviera, era peligroso; pero mirándolo ahora, Nicolás supo que no habría que esperar demasiado. El viejo había tenido unos cuantos ataques al corazón y las manos le temblaban. Le resultaba difícil hablar, y caminaba con un bastón. Tenía la piel como pergamino seco y amarillento. Era como si le hubieran exprimido todos los líquidos. Ese hombre, que estaba a la cabeza en la lista de los crímenes federales, era como un tigre sin dientes. Su nombre producía ataques de terror en el corazón de innumerables mafiosos y odio en el corazón de sus viudas. Ahora, muy poca gente iba a ver a Leiver Figuera. Se ocultaba detrás de Nicolás, Manuel Rivas y unos pocos más en quienes confiaba.

Nicolás no había sido ascendido, todavía no era la cabeza de la Familia, pero era sólo cuestión de tiempo. Nicolás podía soportar el ser paciente. Había recorrido un largo, largo camino desde la época en que era un engreído muchachito, que se había parado enfrente del don más importante del país y tomando un papel encendido en su mano había jurado: «De esta manera arderé yo si traiciono los secretos de la familia».

Ahora, sentado, tomando el desayuno junto al anciano, Nicolás dijo:

—A lo mejor podríamos usar a la Irazabal para algún asunto sin importancia. Nada más que para ver como lo maneja.

Figuera se encogió de hombros.

—Pero ten cuidado, Nico. No quiero desconocidos en los secretos de la Familia.

—Yo me ocuparé de manejarla.

Nicolás la llamó por teléfono esa tarde.

Cuando Silvia le dijo que la llamaba Nicolás Castro, se llenó de recuerdos, todos desagradables. Elis no se podía imaginar por qué querría hablar con ella Nicolás Castro.

Por curiosidad, atendió la llamada.

—¿Qué es lo que quiere?

La severidad de su voz, tomó por sorpresa a Nicolás.

—Quisiera verla. Creo que usted y yo tenemos que tener una charla.

—¿Sobre qué, señor Castro?

—No es para discutirlo por teléfono. Puedo adelantarle, señorita Irazabal, que es algo que puede ser muy interesante para usted.

Elis le contestó con tranquilidad.

—Y yo puedo adelantarle esto, señor Castro. Nada de lo que usted haga o diga puede ser del menor interés para mí —y cortó la comunicación.

Nicolás Castro se quedó en su escritorio con el teléfono mudo en la mano. Sentía una conmoción, pero no era ira. No estaba seguro de qué era, y tampoco sabía si le gustaba. Toda su vida había usado a las mujeres y su sombría apostura y su crueldad innata le habían proporcionado más compañeras de cama de las que pudiera recordar.

Básicamente, Nicolás Castro despreciaba a las mujeres. Eran demasiado tontas. No tenían espíritu.

Sheila, por ejemplo. Es como una pequeña mascota, un perrito que hace todo lo que le dicen, pensó Nicolás. Cuida mi casa, cocina, hace el amor conmigo cuando yo tengo ganas, se calla cuando le digo que lo haga.

Nicolás nunca había conocido a una mujer con espíritu, una mujer con el coraje suficiente como para desafiarlo. Elis Irazabal había tenido la valentía de colgar el tubo y cortar la comunicación. ¿Qué es lo que le había dicho? Nada de lo que usted haga o diga puede ser del menor interés para mí.

Nicolás Castro pensó en eso y sonrió para sí mismo. Ella estaba equivocada. Le iba a demostrar qué equivocada estaba.

Se echó hacia atrás, recordando cómo era ella cuando la vio en la sala del Tribunal, recordando su cara y su cuerpo. De golpe se preguntó cómo sería en la cama. Una gata salvaje, probablemente. Empezó a pensar en su cuerpo desnudo debajo del de él, peleando con él.

Levantó el teléfono y marcó un número. Cuando una voz de mujer contestó, dijo:

—Espérame desnuda. Voy para allá.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora