50: Dos millones de dólares

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Elis había hablado por teléfono con Daniela Machado una semana antes. La señorita Machado le había pedido que la representara en un caso de
paternidad contra Abraham Castillo VIII, un hombre rico de la alta sociedad.

Elis había hablado con Doumasr Constantine.

—Necesitamos informes sobre Abraham Castillo VIII. Vive actualmente en Caracas pero creo que pasa mucho tiempo en Los Roques, La Tortuga y los médanos de Coro. Quiero saber sus antecedentes y si fue amante de una chica llamada Daniela Machado.

Le dio a Doumasr los nombres de los hoteles de las playas y los médanos que la mujer le había dado. Dos días más tarde, Doumasr tenía el informe.

—Verificado. Estuvieron juntos dos semanas en hoteles en Los Roques, La Tortuga y los Médanos. Nueve meses más tarde Daniela Machado dio a luz una niña.

Elis se echó atrás en su silla y miró pensativamente a Doumasr.

—Suena como si esto fuera un caso.

—No lo creo.

—¿Cuál es el problema?

—El problema es nuestra clienta. Se ha acostado con todo el mundo incluidos los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes.

—¿Me estás diciendo que el padre de la criatura puede ser cualquiera de esos hombres?.

—Estoy diciendo que podría serlo la mitad del mundo.

—¿Hay alguno de ellos lo bastante rico como para mantener a la criatura?

—Bueno los integrantes de los equipos de béisbol son bastante ricos, pero el que tiene más es Abraham Castillo VIII.

Le alcanzó una larga lista de nombres.

Daniela Macahado entró en la oficina. Elis no estaba segura de lo que esperaba. Probablemente una linda y frívola prostituta. Pero Daniela Machado fue una completa sorpresa. No sólo no era linda, sino que era casi ordinaria. Su figura era común. Por el número de las conquistas de la señorita Machado, Elis había esperado por lo menos a una belleza sexy. Daniela Machado era el estereotipo de una maestra de escuela.

Llevaba una pollera de lana escocesa, una camisa, un cardigan azul oscuro y zapatos haciendo juego. Al principio, Elis había estado segura de que Daniela Machado planeaba usarla para forzar a Abraham Castillo a pagar por el privilegio de hacerse cargo de un hijo que no era de él. Después de una hora de conversación, Elis se dio cuenta de que había cambiado de opinión: Daniela Machado era de una transparente honestidad.

—Por supuesto, no tengo pruebas de que Abraham es el padre de Mónica—sonrió tímidamente—. Abraham no es el único hombre con el que me he acostado.

—¿Entonces qué es lo que la hace creer que él es el padre de su hija?

—No lo creo. Estoy segura. Es difícil de explicar, pero incluso sé la noche en que Mónica fue concebida. Algunas veces una mujer puede sentir esas cosas.

Elis la estudió, tratando de encontrarle alguna señal de engaño o trampa. No las había. La muchacha no tenía ninguna pretensión. A lo mejor,
pensó Elis, los hombres encontraban esa parte de ella encantadora.

—¿Está usted enamorada de Abraham Castillo?

—Oh, sí. Y Abraham dijo que me amaba. Por supuesto no estoy segura de que todavía lo esté después de lo que pasó.

¿Si lo amabas a él, se preguntaba Elis, cómo pudiste acostarte con todos esos hombres? La respuesta debía de estar escondida en la cara triste y
ordinaria de esta figura tan común.

—¿Me puede ayudar, señorita Irazabal?

—Los casos de paternidad son siempre difíciles —contestó Elis cautelosamente—. Tengo una lista de por lo menos una docena de hombres con los cuales usted se acostó el año pasado. Probablemente hay más. Si yo tengo la lista, esté segura de que el abogado de Abraham Machado también la tiene.

Daniela Machado frunció el ceño.

—¿Y las pruebas de sangre, esa clase de cosas…?

—Las pruebas de sangre se admiten como evidencia sólo si prueban que el acusado no es el padre. Legalmente no son decisivas.

—No me importa por mí. Es a Mónica a la que quiero proteger. Quiero que tenga la vida que yo con mi pobre sueldo de empleada, no puedo darle. Sólo quiero que Abraham se ocupe de su hija.

Elis dudó, pesando su decisión. Le había dicho a Daniela la verdad. Los casos de paternidad son difíciles. Para no decir nada de lo desagradables y sucios que podían ser. Los abogados del acusado tendrían un día de fiesta cuando esta mujer estuviera en el estrado.

Harían una lista de sus amantes, y después de eso la harían aparecer como una prostituta. No era el tipo de caso con el que Elis se quería
comprometer. Por otro lado, creía en lo que Daniela Machado le había dicho. No era una chica ordinaria peleando para sacarle plata a su ex amante. La joven estaba convencida de que Abraham Castillo era el padre de su hija. Elis tomó su decisión.

—Muy bien —dijo— manos a la obra.

Elis concertó una cita con Simón Pestana, el abogado de Abraham Castillo. Pestana era socio en una importante firma y su posición estaba señalada por la enorme oficina que ocupaba. Era pomposo y arrogante y a Elis no le gustó de entrada.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó Simón Pestana.

—Como le expliqué por teléfono, estoy aquí por los intereses de Daniela Machado.

La miró con impaciencia.

—¿Entonces?

—Ella me ha pedido que inicie un juicio por paternidad contra el señor Abraham Castillo VIII. Preferiría no hacerlo.

—Si lo hace será una condenada loca.

Elis controló su furia.

—No queremos llevar el nombre de su cliente a un juicio. Estoy segura de que usted sabe que esta clase de casos siempre son desagradables. Por eso estamos dispuestos a aceptar un arreglo razonable extrajudicial.

Simón Pestana le dirigió a Elis una helada sonrisa.

—Estoy seguro de que lo está. Porque no hay ningún caso. De ninguna manera.

—Yo creo que sí.

—Señorita Irazabal, no tengo tiempo para palabras rebuscadas. Su cliente es una prostituta. Ha tenido relaciones con todo lo que se mueve. Tengo una lista de los hombres con los que se ha acostado. Es tan larga como mi brazo. ¿Usted cree que mi cliente resultaría lastimado? Su clienta será destruida. Creo que ella es maestra. Bueno, cuando yo termine con ella no enseñará nada por el resto de su vida. Y le diré algo más. Machado cree que Abraham es el padre de la niña. Pero usted no lo probará ni en un millón de años.

Elis permanecía sentada, escuchando, sin ninguna expresión en su rostro.

—Nuestra posición es que su cliente pudo ser embarazada por cualquiera del Tercer Ejército. ¿Usted quiere hacer un trato? Muy bien. Le diré lo que haremos. Le compraremos a su clienta píldoras para controlar la natalidad así eso no vuelve a pasar.

Elis se puso de pie con sus mejillas ardiendo.

—Señor Pestana —dijo ella— este pequeño discurso suyo le va a costar a su cliente dos millones de dólares.

Y Elis se retiró.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora