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Los niños empezaron a agitarse de nuevo. El hombre vigilaba mientras Luis era el primero en abrír los ojos. El niño se miró el alambre en sus brazos y piernas, después miró para arriba y vio a Lucio Vallenilla y los recuerdos acudieron a su mente.

Éste era el hombre que le había metido esas pastillas en la boca a él y a su hermano y los había secuestrado. Luis sabía todo sobre los secuestros por la televisión. La policía vendría a salvarlo y se llevarían al hombre a una celda. Luis estaba decidido a no demostrar su miedo, porque quería darle fuerzas a su hermano Miguel, que estaba despertando y porque quería poder decirle a su madre lo valiente que había sido.

—Mi madre vendrá aquí con el dinero —aseguró Luis al hombre— así que no tiene necesidad de lastimarme.

Lucio Vallenilla caminó hasta la cama y sonrió al chico. Ambos eran unos chicos preciosos. Deseó haber podido llevarlos a Costa Rica en lugar de Carlota. Desganado, Lucio miró su reloj. Era tiempo de tener las cosas listas.

Miguel terminó de despertar. Luis levantó sus muñecas atadas. La sangre se había secado.

—¿Le importaría sacarme esto, por favor? —pidió cortésmente—. No me voy a escapar.

A Lucio Vallenilla le gustó que el chico hubiera dicho «por favor». Demostraba buena educación. En esta época los chicos no tenían buenos modales. Andaban por las calles como animales salvajes.

Lucio Vallenilla fue al baño donde había vuelto a poner las latas de nafta en la bañera para que no mancharan el piso del hall. Se enorgullecía de detalles como ése. Llevó la lata al dormitorio y la dejó. Se acercó a un costado de ambos niños, levantó el cuerpo atado de Luis y lo colocó en el suelo. Después tomó el martillo y dos largos clavos y los dejó cerca del niño. Miguel lo miraba asombrado.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó Miguel, tratando inútilmente de zafarse.

—Algo que hará muy feliz a tu hermano. ¿Has oído hablar de Jesucristo? —Miguel asintió. —¿Sabes cómo murió?

—En la cruz. —Contestó Luis.

—Muy bien. Son unos chicos inteligentes. Nosotros no tenemos una cruz aquí, así que lo haremos lo mejor que podamos.

Los ojos de ambos niños empezaron a demostrar miedo. Lucio Vallenilla los tranquilizó.

—No hay que tener miedo. Jesús no tenía miedo. Ustedes no tienen que tener miedo.

—Yo no quiero ser Jesús —gimió Luis—. Quiero irme a casa.

—Voy a mandarte a casa —le aseguró Lucio Vallenilla—. Voy a mandarte a casa con Jesús.... Primero a ti y luego a tu hermano.

Lucio sacó un pañuelo de su bolsillo y lo acercó a la boca de Luis. Este juntó los dientes.

—No me hagas enojar.

Lucio Vallenilla apretó con sus dedos las mejillas de Luis y lo forzó a abrir la boca. Colocó el pañuelo en la boca del niño y lo aseguró con una cinta para que quedara en su lugar.

—¡Ya deje a mi hermano!

—No te preocupes, luego vendrás tú.

Miguel estaba luchando contra sus ataduras que empezaron a sangrar de nuevo. Lucio pasó sus manos por las heridas frescas.

—La sangre de Cristo —dijo suavemente.

Tomó una de las manos del niño, le dio vuelta y la colocó contra el suelo. Después tomó un clavo. Apoyándolo contra la palma de Luis con una mano, Lucio Vallenilla tomó el martillo con la otra y clavó la mano de Luis en el suelo ante el grito desgarrador de su hermano.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora